Por todas las veces en las que creí que Lucas Friar era el chico de mi vida.

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Maya.

Había conseguido salir de la cama, calmarme lo suficiente como para poder salir del cuarto de Stone sin la cabeza dándome tantas vueltas como antes. Ahora, solo sentía que estaba en un carrusel, con subidas al cielo, y bajadas hasta el infierno. Mi padre solía llevarme a carruseles. Ahora, entendía la razón de mi jaqueca.

Había olvidado lo fuerte que la música sonaba en las fiestas. Cuando bajé las escaleras, me percaté de que pese a la hora, aún mucha gente continuaba en los pasillos, e incluso bailando con el sudor por todo su rostro. Rezumaban alcohol y una que otra hormona dilatada. Era divertido, ver las luces parpadeando, como si de una discoteca se tratase. Observar a las chicas, sonriendo a la vez que movían su cabello de un lado hacia otro. Hasta mirar a algunos chicos hacer movimientos obscenos entre ellos era algo que tenías que vivir por lo menos una vez en tu vida. Era divertido, en cierta manera, pensar que en cincuenta años más, probablemente no puedas recordar los detalles. Pero si puedes cerrar los ojos.

Nunca antes lo había confesado, pero antes de Riley tenía una mejor amiga. Ella lograba entretenerme con un sinfín de historias locas que había vivido, obteniendo un montón de risas de mi parte. No lo creía, las tardes montando a caballo hasta que el atardecer llegaba a su fin, o las noches de juerga, en el bar del pueblo, donde ligaba unos cuantos chicos y bebía con sus amigas mientras cantaba al karaoke. Cuando pasó lo de mis padres, fue duro. Pero completamente distinto a lo que habéis imaginado cuando escuchas la palabra "duro". No era como ese examen de matemáticas que creías que reprobarías y tus padres te castigarían una semana por eso. No era esa clase de "Joder, que duro está el examen tío, ¿no lo creéis?". No. Tampoco era cuando hacías tanto ejercicio que las piernas te fallaban tanto que incluso creías que tus rodillas cederían y terminarías de bruces en el suelo. O cuando tu mejor amigo de la infancia, ese que creías que verías en la escuela y secundaria, se va, porque a su padre lo han transferido. No, pero casi se acerca. Duro para mí, fue casi imposible de sobrellevar. Era una niña, y me preocupaba más el hecho de que el hada de los dientes no me trajera algún billete, a que mis padres se separaran. Porque no te angustia hasta que pasa. No crees que podría suceder, pero luego, tu padre ya no aparece más por casa, y tu madre no quiere hablarte al respecto. Fue duro, si. Las personas que me rodeaban, que básicamente consistían en mi madre y los profesores, no creían que eso me afectaría porque era una escuincla de cabello cobrizo y ojitos enormes que jugaba a las barbies. Pero si lo hizo. Supe que eso me había afectado cuando mis compañeros de clase no podían dormir por la película de terror que habían visto la última vez, y no porque les preocupara no haber sido suficiente para alguien que se suponía debía amarte. Nadie hablaba conmigo sobre eso, y con el tiempo, pensé que si no mencionaba el asunto, podría fingir que no había pasado. Pero eso no funcionaba del todo, ya que solía cargar con ese enorme peso sobre mis hombros, calando fuerte.

Ella me ayudó. Una tarde, en la que estábamos tomando té en su sala, con las piernas cruzadas sobre los sillones, me pasó una taza y las palabras fluyeron de mí cómo hacia mucho debió ser. Pude ver sus ojos cálidos, prestándome atención y tratando de no perderse ninguna palabra. Eso fue como si alguien hubiera decidido que ya había sido suficiente. Que ya no merecía, que ya no podía, con toda esa carga sobre mí. Aún recuerdo su sonrisa, hermosa. Y sus brazos cálidos, envolviéndome en un reconfortante abrazo. Recuerdo haberle besado la mejilla, y salir en mi patineta del lugar.

El asunto era que por una vez en toda mi vida, no me sentía como un peso más. Me sentía amada. ¡Amada! Cuando creía que no era posible, que no podía suceder. Enviaba mensajes, y llamaba una vez por semana, para ponernos al día. Me gustaba visitarla, su casa era pequeña y calentita, y en invierno, tomábamos algo de chocolate que hacía. Guardó todos mis secretos, y yo algunos de los suyos. Era perfecto. Debí suponer lo que vendría a continuación. Pero ¿Cómo hacerlo? Se veía tan bien, con ese corte nuevo de cabello, y esa mirada suave en su rostro. Tenía la fuerza de diez hombres, y ella sola podía cambiar el foco y acomodar el cable. Enfermó. Fue en la primavera. Aún si me lo preguntas, puedo evocar cada rincón de aquel lugar en el que fue internada. Enorme, con una gigante biblioteca en donde personas con problemas similares leían y pasaban la tarde. También habían juegos de mesa, de ahí es que tengo habilidad con el ajedrez. La comida no era tan buena como la suya, pero tampoco es que notaran que de vez en cuando, metía esas pequeñas barritas de chocolate que le encantaban comer. Nunca dejó de contarme historias, aunque cada vez que lo hacía, cambiaba partes de ellas, o se quedaba a medias, sin saber que más decir. Pude ver cuanto lo intentó. Sus puños, presionados sobre la cama blanca, intentando recordar sin poder hacerlo. Era frustrante para ella, lo que conseguía ser frustrante para mí porque no quería verla frustrada. Me pasaba largas tardes acariciando su cabello, hasta que se quedaba dormida, con una expresión tan pacifica en el rostro que me costaba cerca de una hora el conseguir apartarme de ella. Nunca se lo confesé, pero siempre me asustó la idea de perderla. Me asustaba perder lo único bueno que me quedaba. Y entonces pasó.

FRIENDS. -Girl Meets WorldDonde viven las historias. Descúbrelo ahora