Como acabas de ver, me he dejado llevar por el entusiasmo, por la declamación, por las comparaciones y he olvidado completamente el concluir lo que había empezado a decir de los niños. Absorto en esta meditación sentimental sobre la pintura, de la que en mi carta de ayer no he dado sino algunas partes, sin orden ni ilación, te diré que estuve más de dos horas sentado sobre el arado. Al atardecer llegó una mujer joven con una cesta en el brazo; se dirige presurosa a los dos niños, que no se habían movido de aquel lugar, y grita desde lejos. -Felipe, eres buen muchacho. Al pasar me saluda y yo correspondo. Me levanto, me acerco y le pregunto si es la madre de los niños: me responde que sí y da al grande la mitad de un bollo; levanta al pequeño en brazos y lo acaricia y besa como sólo una madre puede hacerlo. -Confié a Felipe esta criatura -me dice-, y he ido a la ciudad con el mayor a comprar pan, azúcar y una tartera de barro. Vi en efecto todas esas cosas en la cesta, cuya tapa se había caído. -Quiero hacer esta noche una papilla para mi Juanito, el pequeño; mi hijo mayor, que es muy travieso, rompió ayer la tartera mientras peleaba con Felipe por rebanar lo que había quedado pegado a ella. Le dije que tendría gusto de ver al mayor y apenas terminó de responder que se había quedado atrás y andaba corriendo por el valle juntando los gansos, cuando el chicuelo se presentó brincando y con una ramita de avellano en la mano que dio a su hermano. Yo seguí hablando con la mujer y me enteré que era hija del maestro de escuela y que su esposo estaba en Suiza, lugar al que había ido a recoger la herencia de un primo. -Han querido engañarle -me dijo-, y no contestaban a sus cartas; de modo que ha ido allá a ver por sí mismo qué sucede. ¡Con tal que no haya sucedido una desgracia! Porque ya hace tiempo que no sé de él. Tuve pena en separarme de esta mujer, le di unos céntimos a cada uno de sus hijos y algunos más a ella para que comprara un bollo al más pequeño cuando fuera a la ciudad, y nos separamos. Te lo repito, amigo, cuando siento agitarse mi espíritu con violencia, la vista de una criatura basta para calmar su malestar: recorre el círculo estrecho de su pacífica vida en un feliz abandono; vive sin ocuparse más que en allegar lo necesario para vivir en el día; ve caer las hojas y no deduce nada más que el invierno se acerca. Desde ese día voy a menudo a casa de esta buena mujer; los niños se han acostumbrado a verme y nunca tomo el café sin que deje de darles su terrón de azúcar, y al anochecer parto con ellos mis tostadas y mi leche cuajada. El domingo les doy unas monedas y si no estoy a la hora del oficio divino, la tabernera tiene la orden de dárselas. Son muy confiados, me cuentan mil historias y nada me gusta más que ver sus pequeñas pasiones y la simplicidad de sus celos y envidias, cuando se reúnen alrededor de mí otros niños del pueblo. Me ha costado trabajo tranquilizar a la madre, que temía mucho “incomodaran al señor”, según sus palabras.
ESTÁS LEYENDO
"Las Penas del Joven Werther"
RomanceHe reunido con cautela todo lo que he podido acerca del sufrido Werther y aquí se los ofrezco, pues sé que me lo agradecerán; no podrán negar su admiración y simpatía por su espíritu y su carácter, ni dejarán de liberar algunas lágrimas por su trist...