¿Quién puede saber mejor lo que debe ser Carlota para un enfermo sino mi propio corazón, más adolorido que el desgraciado paciente acostado en su lecho? Algunos días va a visitar a una señora respetable de la ciudad que, según dictamen de los facultativos, le queda poco tiempo de vida y desea tener a Carlota a su lado en los últimos instantes. Le acompañé la semana pasada a hacer una visita al pastor de San***, a una legua de aquí, en la montaña; llegamos cerca de las cuatro de la tarde, acompañados de la segunda hermanita de Carlota. Al entrar en el patio de la casa, sombreado por dos grandes nogales, vimos al buen anciano sentado en un escaño en la puerta de su casa. Tan pronto vio a Carlota, se sintió reanimado con vigor juvenil y sin recoger su báculo nudoso, se aventuró a levantarse para acudir a su encuentro. Carlota corrió hacia él y lo hizo volver a su lugar, se sentó a su lado; le dio los afectuosos recuerdos de su padre y acarició y besó a un pequeño que era el niño mimado del anciano, a pesar de lo feo que era y de lo sucio que estaba. Necesario fuera que hubieras visto las atenciones delicadas que tenía con el anciano pastor; cómo elevaba la voz para alcanzar a los débiles y medio cerrados oídos, cómo le hablaba de las personas jóvenes y robustas que habían muerto de manera súbita, de la excelencia de las aguas de Carlsbad y de su acertada decisión de tomarlas el verano próximo, sin omitir al mismo tiempo que le hallaba muy mejorado con relación a la última vez que le había visitado. Mientras, yo saludé y presenté mis cumplidos a la esposa. El buen anciano se mostraba alegre al extremo y no pude menos que expresar la admiración que me provocaban la hermosura y abundancia de los dos nogales en cuya sombra nos cubríamos. De inmediato, aunque de una manera un poco pesada, empezó a contarnos la historia de estos árboles. -El más viejo -dijo-, no se sabe quién lo plantó: tal pastor, dicen éstos; tal otro, dicen aquéllos; sobre el más joven (precisamente es de la edad de mi mujer, que cumplirá 50 años en octubre), su padre lo plantó en la madrugada del día en que nació por la tarde. Su padre fue mi antecesor y no puede decirse con justicia hasta qué punto quería él este árbol, aunque seguro no mucho más que yo. La primera vez que vine aquí, siendo entonces un pobre estudiante, mi mujer estaba sentada en un madero, haciendo media, al pie de este árbol, en este mismo patio. Hará de esto como… como… unos 37 años… Sí… 37 años.
Carlota le dijo que tendría gusto de ver a su hija Federica, pero ésta había bajado a la pradera con Schmidt para ver a los trabajadores, y el buen hombre prosiguió con su historia. Nos dijo que su predecesor le había tomado afecto, así como también su hija; cómo llegó a ser su vicario y por último su sucesor. Apenas acababa de terminar la historia, cuando entró la joven al patio acompañada de Schmidt y dio a Carlota una bienvenida amistosa. Debo confesar que no me desagradó: es una joven trigueña, vivaracha, bien formada y su trato haría pasar algunas horas muy gratas en el campo a su lado. Su pretendiente, pues por supuesto juzgué que lo era Schmidt, es un hombre bien educado, pero frío, y no despegó los labios ni participó en la conversación, por más que trató Carlota para invitarle. Lo que más me desagradó fue observar en su fisonomía que obraba así más bien por capricho y mal humor, que por falta de ingenio o de instrucción. Esta suposición se confirmó con lo que ocurrió después en el paseo, porque hallándose Federica separada, por casualidad, de Carlota unos cuantos pasos, y a mi lado, vi enfadarse el semblante de nuestro enamorado, y su rostro, bastante encapotado ya sin esto, tomó un aspecto sombrío de mal género. Felizmente, Carlota después de notarlo, me jaló de la manga, dándome a entender con señas que yo me mostraba demasiado amable con Federica. Nada me desconsuela más que ver a los hombres atormentarse unos a otros; y, sobre todo, me irrito cuando veo a jóvenes en la flor de la juventud, cuyo corazón debería estar más abierto y accesible a todos los goces, sembrar en él la perturbación y la desconfianza, y arruinar de ese modo los cortos instantes de dicha que se les concede, muy escasos, dicho sea de paso; momentos que una vez idos no regresan nunca y que no dejan en su lugar sino pesares estériles. Yo me sentí picado, casi ofendido. Al ver caer la tarde volvimos al patio a tomar leche y se orientó la conversación hacia las penas y los goces de este mundo: aprovechando la ocasión, tomé la palabra y me puse a atacar con viveza el mal humor. -Nos quejamos muchas veces -dije-, de lo raros que son los días felices y lo muy abundantes y frecuentes que son los días malos; y a mi parecer, nos quejamos sin motivo. Si tuviéramos listo el corazón en todo momento para gozar del bien que Dios nos envía, tendríamos de igual forma la fuerza de soportar el mal cuando sobreviene. -Pero nuestro humor no está en nuestro poder, no somos dueños de él expresó la mujer del pastor-; con mucha frecuencia depende de nuestra condición física, la menor indisposición nos hace mirarlo todo con colores sombríos. Ante lo cual estuve de acuerdo. -Vamos a considerarlo entonces una enfermedad, -continué- y descubramos si tiene remedio o no. -Admitido -dijo Carlota-; pero yo creo que depende de nosotros en gran medida y esto lo sé por experiencia. Cuando me molesta o me apena algo, no tengo más que dar unas cuantas vueltas por el jardín, tarareando alguna contradanza, y en el acto se me quita el mal humor. -Es eso lo que quería decir -agregué-. Sucede con el mal humor lo mismo que con la pereza, a la que nuestra naturaleza es muy propensa; y sin embargo, tenemos bastante fuerza para sacudirla y alejarla, el trabajo sale sin esfuerzo de nuestras manos y sentimos un verdadero goce con nuestra actividad. Federica escuchaba atenta y el joven me presentó la objeción de que algunas veces no se es dueño de sí mismo o que al menos no se puede controlar los sentimientos. -Aquí se trata -repuse-, de un sentimiento poco grato del que todos se podrían deshacer con gusto y nadie sabe hasta dónde puede llegar su fuerza mientras la haya probado. De seguro que el que se siente enfermo recurrirá a los facultativos y no se negará a respetar el régimen que le impongan, por rígido que sea, ni a tomar las medicinas que se le prescriban por amargas que resulten, con el interés de recobrar la salud, que nos es tan preciada. Advertí que el buen anciano oía con atención para tomar parte en nuestra charla y alzando la voz y dirigiéndole la palabra, agregué: -Se predica contra muchos vicios, pero nunca he oído a alguien decir que se predicara desde el púlpito contra el mal humor. -Eso corresponde a los predicadores de la ciudad -respondió el anciano, porque los aldeanos no conocen ni el mal humor ni el capricho. No dañaría a nadie, sin embargo, tocar de vez en cuando ese punto; sería una lección para la esposa del pastor, por lo menos, y para el señor magistrado. Todos soltamos la risa y él con nosotros, de muy buen ánimo, hasta que le sobrevino la tos, que interrumpió por un momento la plática. El joven tomó la palabra de inmediato: -Ustedes califican el mal humor de vicio y eso me parece extremoso. -¿Extremoso? Todo lo que perjudica al hombre y al prójimo merece ese calificativo. ¿No basta no poder hacernos mutuamente dichosos? ¿Es necesario también privarnos unos a otros del placer que cada uno puede proporcionarse en el fondo de su corazón? A ver, ¿quién es el mortal que de mal humor tenga el valor de ocultarlo, de tolerarlo solo, para no trastornar la alegría de los que le rodean? ¿No es esto en el fondo el sentimiento interior de nuestra insuficiencia, un descontento de nosotros mismos, mezclado siempre con la envidia, hija de una loca vanidad? Vemos hombres felices y alegres que no nos deben su dicha y no podemos tolerar su presencia. Carlota sonreía viendo el calor y la emoción con que yo hablaba y una lágrima que vi brotar de los ojos de Federica me hizo seguir. -¡Desgraciados -exclamé-, quienes usan del control que tienen sobre un corazón para negarle los placeres puros y simples que surgen y brotan de él de manera espontánea! Todos los regalos, todas las complacencias del mundo, no sustituyen ni compensan un solo instante de verdadero placer contaminado por las envidiosas vejaciones de un tirano. En aquel momento, mi corazón se desbordaba. El recuerdo de muchos sucesos del pasado oprimía mi alma y mis ojos se humedecían. -¡Ah! -dije-. Si cada uno se dijera a sí mismo todos los días: tu primera obligación con tus amigos es respetar sus placeres, aumentar su dicha al participar en ella; la más dulce de tus obligaciones es la de derramar un gota de bálsamo en su alma cuando está agitada por una pasión violenta o angustiada por la tristeza. ¡Ah! ¡Cómo te acusará la conciencia cuando la víctima que tus bárbaros caprichos han sacrificado en la flor de la edad, devorada por la fatal enfermedad que va a cortar el curso de su vida, se halle tendida ante ti, desfalleciente y moribunda! Sus ojos, inertes y apagados, tratan de dirigir hacia el cielo, en vano, una débil mirada por última vez; el sudor frío de la muerte baña su rostro pálido y demacrado. Acércate, te digo entonces, y que el infierno tome tu corazón. Sientes que ya es muy tarde y que todos sus tesoros son inútiles; la angustia se apodera de tu alma; quisieras desprenderte de todo lo que tienes para dar a la pobre criatura moribunda un momento de consuelo, un soplo de vida; ¡reanimarla, en fin! Esta escena inspirada en un cuadro similar que había presenciado llenó mis ojos de lágrimas; me sentí muy conmovido y mientras cubría mi cara con el pañuelo para ocultar la emoción, me alejé del grupo. No me calmé ni me repuse hasta oír la voz de Carlota, que me llamaba: -¡Vamos, vamos, que es tiempo de irnos! ¡Qué cariñosos comentarios me hizo después, en el camino, por la parte apasionada al extremo que tomaba en todo! -De ese modo llegará a matarse -decía-; debe ser más razonable y no dejase impresionar de ese modo. ¡Oh, sí, mujer angélical…! ¡Quiero vivir… vivir para ti!
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"Las Penas del Joven Werther"
RomanceHe reunido con cautela todo lo que he podido acerca del sufrido Werther y aquí se los ofrezco, pues sé que me lo agradecerán; no podrán negar su admiración y simpatía por su espíritu y su carácter, ni dejarán de liberar algunas lágrimas por su trist...