6 De Julio

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Carlota está siempre al lado de su amiga moribunda y siempre es la misma: siempre la criatura afable y benéfica, cuya mirada, dondequiera que va, dulcifica el dolor y hace felices a las personas. Ayer por la tarde fue a pasear con Mariana y la pequeña Amelia. Yo lo sabía: me reuní con ellas y caminamos juntos. Después de caminar como legua y media, regresamos a la ciudad y llegamos a la fuente, que ya me gustaba mucho y ahora me gusta mil veces más. Carlota se sentó sobre el pequeño muro; los demás estábamos frente a ella. Miré al alrededor y recordé el tiempo en que mi corazón estaba solitario.  -¡Fuente querida! -me dije-. ¡Cuánto tiempo hace que no gozo de tu frescura y al pasar de prisa junto a ti, ni siquiera te he mirado!  Bajé los ojos y vi que subía la pequeña Amelia con su vaso; Mariana trató de quitárselo.  -¡No! -dijo la niña-, con la más dulce expresión. ¡No!, tú has de beber antes que todos.  La verdad, la bondad con que aquella niña pronunciaba estas palabras me arrebataron hasta el punto de expresar mis sentimientos, no supe hacer otra cosa que tomarla en brazos y besarla con tal efusividad, que empezó a gritar y a llorar.  -Eso no está bien hecho -me dijo Carlota.  Me quedé confundido.  -Ven, Amelia -continuó y la tomó de la mano para bajar los escalones-. Lávate enseguida con agua fresca; eso no es nada.  Fijé mi atención en la niña, que con esmero se frotaba las mejillas con las manos mojadas, convencida de que la fuente milagrosa le quitaría toda mancha y retiraría la afrenta de que una barba impura la hubiera tocado. Carlota decía “¡basta ya!” y ella seguía frotándose con nuevo ánimo, como si mientras más lo hiciera fuera mejor.  Guillermo, te aseguro que no he asistido a ninguna ceremonia con más respeto; y cuando Carlota subió, con gusto me hubiera postrado a sus pies, como ante los de un profeta redentor de los pecados de un pueblo. No pude resistir al deseo de contar por la noche lo sucedido, con toda la alegría de mi corazón, a alguien que yo creía sensible, porque tiene agudeza. ¡Cómo me equivocaba! Censuró la conducta de Carlota; dijo que no se debía hacer creer nada a  los niños; que estos abusos eran origen de errores y supersticiones innumerables, que hay necesidad de evitar desde la infancia… Entonces recordé que ocho días antes había hecho este charlatán bautizar a un niño; por lo  cual, oyéndole como el que oye la lluvia, prevalecí fiel con todo mi corazón a esta verdad: “Es preciso actuar con los niños como actúa con nosotros el Señor, que nunca nos hace más felices que cuando nos deja embriagarnos con una agradable ilusión”. 

"Las Penas del Joven Werther"  Donde viven las historias. Descúbrelo ahora