30 de julio

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Alberto ha llegado y yo me marcharé. Aunque él fuera el mejor y más noble de los hombres, y yo reconociera mi inferioridad bajo todo concepto, no soportaría que a mi vista tuviera tantas perfecciones. ¡Tener! Basta, Guillermo; el novio está aquí. Es un joven bueno y honrado que inspira cariño. Por suerte no he presenciado su llegada; me hubiera desgarrado el corazón.  Es tan generoso que ni una vez se ha atrevido a abrazar a Carlota delante de mí. ¡Dios  se lo pague! La respeta tanto, que debo apreciarle. Se muestra muy afectuoso conmigo y supongo que esto es más obra de Carlota que efecto de su propia inclinación; las mujeres son muy mañosas en este sentido y son firmes: cuando pueden hacer que dos de sus adorados vivan en buena inteligencia, lo que sucede pocas veces, lo logran, y el beneficio es sin duda para ellas. Sin embargo, no puedo negar mi estima a Alberto.  Su exterior tranquilo hace un contraste muy marcado con mi carácter turbulento, que en vano me gustaría ocultar. Es sensible y no desconoce el tesoro  que tiene en Carlota. Parece poco dado al mal humor que, como sabes, es el vicio que más detesto.  Me considera un hombre talentoso y mi amistad con Carlota, unida al vivo interés que tomo en todas sus  cosas, da más valor a su triunfo y la quiere cada vez más. No averiguaré si suele atormentarla a solas con algún arranque de celos; pero confieso  que si yo  estuviera  en su lugar los sentiría.  Sea lo que sea, la alegría que sentía al lado de Carlota se ha ido. ¿Diré que esto es locura o ceguera? ¿Pero qué importa el nombre? El asunto no puede ser más claro. No sé hoy nada que no supiera antes de que llegara Alberto; sabía que no debía formar ninguna pretensión con Carlota y yo la había formado… quiero decir: únicamente sentía lo que no se puede evitar al contemplar tantos hechizos; y con todo, no sé qué me pasa al ver que el otro llega y se queda con la dama.  Estoy que bramo y  me burlo de mi miseria, y más aún, lanzaría mis sarcasmos sobre quien diga que debo resignarme, y que como esto no podía suceder de otro modo; ¡vayan al diablo los razonadores! Vago por los bosques y cuando llego a casa de Carlota y veo a Alberto sentado a su lado, entre el follaje del jardín, y tengo que controlarme, me vuelvo loco y hago mil necedades.  -En nombre del cielo -me ha dicho ella hoy-, te ruego que no repitas la escena de anoche; eres espantoso cuando te pones tan contento. 
Te diré, entre nosotros, que acecho todos los momentos en que él tiene que hacer; de un salto, me meto en la casa y me vuelvo loco de gozo siempre que está sola. 

"Las Penas del Joven Werther"  Donde viven las historias. Descúbrelo ahora