¡Qué noche; que noche tan horrible he tenido! Ahora tengo valor para tolerar todo. No la veré más. ¡Oh! ¡Que no pueda ir volando a arrojarme a sus brazos; que no pueda, mi hermano, decirte con un torrente de lágrimas los sentimientos que oprimen mi corazón! Estoy aquí delante de la mesa, casi sin aliento, tratando de calmarme y esperando que amanezca, pues los caballos estarán ensillados al despuntar el alba. Carlota duerme tranquila sin sospechar que nunca me verá de nuevo. He tenido el valor suficiente para separarme de ella sin revelar mi secreto después de una conversación de dos horas. ¡Y qué conversación, Dios mío! Alberto me había ofrecido que iría al jardín con ella, después de cenar. Yo estaba en la explanada, bajo los corpulentos castaños, viendo por última vez el sol que se oculta más allá del valle y el río que se desliza con calma. ¡Había estado tantas veces con ella en aquel sitio! ¡Había contemplado tantas veces el mismo magnífico espectáculo! Y ahora… Comencé a ir y venir por aquella alameda, tan querida, donde un secreto y simpático atractivo me había retenido a menudo antes de conocer a Carlota. ¡Con qué placer, al iniciar nuestra amistad, nos dimos cuenta juntos de la preferencia que nos inspiraba este lugar, que sin duda es uno de los más románticos que conozco de las creaciones artísticas! A través de los castaños se descubre una enorme vista… ¡Ah! Recuerdo que te he hablado en mis cartas de estos altos muros de hayas y de la alameda en que sin sensibilidad va desapareciendo la luz cuanto más cerca está un pequeño bosque donde termina y donde todo se confunde en un lugar que parece impregnado con toda la melancolía de la soledad. Aún me dura la inefable sensación que tuve cuando estuve ahí la primera vez, en el momento en que el sol se hallaba en lo más alto de su camino; ya entonces tuve un presentimiento ligero de que el paraje sería para mí escenario de infinito dolor y grandes alegrías. Hacía media hora que estaba absorto en los dulces y crueles pensamientos de la partida y del regreso, cuando la vi subir por la explanada. Corrí hacia ella, tomé su mano con la mayor emoción y se la besé. Llegábamos a lo más alto cuando apareció la Luna por detrás de las zarzales y cubrían la colina. Hablábamos de cosas diferentes y nos acercamos a la sombría plazoleta. Carlota entró y se sentó; Alberto se puso a un lado de ella y yo al otro; pero mi inquietud no me permitía estar sentado mucho tiempo. Me levanté, me coloqué delante de ella; di algunos pasos y volví a sentarme. Sentía algo parecido a la agonía. Carlota nos hizo ver el bello efecto de la Luna, que desde la punta de las hayas alumbraba toda la explanada. La escena era soberbia y tanto más sublime para nosotros pues nos rodeaba una oscuridad casi total. Después de un breve rato, en que todos estuvimos callados, Carlota tomó la palabra. -Nunca -dijo-, nunca me paseo a la claridad de la Luna sin recordar a mis queridos difuntos, sin sentirme conmovida por la idea de la muerte y del futuro. -¡Subsistiremos! -añadió con un acento que revelaba la sensación más viva-. Pero, Werther, ¿volveremos a encontrarnos? ¿Nos reconoceremos? ¿Qué piensas? ¿Cuál es tu opinión? -Carlota -exclamé-, dándole la mano y con los ojos llenos de lágrimas; ¡sí, volveremos a vernos! ¡En esta vida y en la otra! No atiné a decir más, Guillermo. ¿Era necesario que ella me hiciera alguna pregunta, cuando todo mi ser estaba lleno con la idea de esta cruel separación? -Y nuestros queridos muertos -siguió ella-, ¿saben algo de nosotros? ¿Tienen alguna idea de que los llevamos en la memoria, con inefable cariño, en nuestros momentos de felicidad? ¡Oh! La imagen de mi madre vaga siempre a mi alrededor, cuando estoy sentada en la noche en medio de sus hijos, de mis hijos, que se agrupan a mi alrededor como lo hacían al suyo. Si entonces dirijo al cielo mis ojos, bañados por una lágrima de deseo, anhelando que vea cómo cumplo la palabra que le entregué en su lecho de muerte de ser la madre de sus hijos, exclamo, llena de emoción: ¡Perdóname, madre amada, si no soy para ellos lo que tú fuiste. ¡Ah! Hago todo lo que puedo; están vestidos y alimentados, y sobre todo, los cuido y los amo; si pudieras ver nuestra unión, ¡oh, alma queridísima!, elevarías las más vivas acciones de gracias a ese Dios a quien pedías con amargo llanto, el último que brotó de tus ojos, que hiciera felices a tus hijos… Esto decía Carlota. ¡Oh, Guillermo!, ¿quién puede repetir su dicho? ¿Cómo la letra, fría e insensible, podría reproducir su palabra, que era flor celestial de su alma? Alberto, la interrumpió y le dijo dulcemente: -Carlota, eso te afecta demasiado. Comprendo que esas ideas te son queridísimas, pero te ruego…
-Alberto -dijo Carlota-, ya sé que no has olvidado aquellas noches en que nos sentábamos alrededor del velador, cuando papá no estaba y habíamos acostado a los niños. Tú tenías casi siempre un buen libro y casi nunca nos leías en él. La conversación de aquella criatura sublime, ¿no era preferible a todo? ¡Qué mujer! Amable, bella, siempre alegre y siempre trabajadora… ¡Dios sabe las veces que arrodillada sobre mi lecho y llorando, le había pedido que me hiciera semejante a mi madre! -Carlota -dije-, arrojándome a sus pies y estrechando su mano, que bañaba con mis lágrimas-; Carlota, que siempre te acompañen la bendición de Dios y el espíritu de tu madre. -¡Si la hubieras conocido! -dijo-, apretándome la mano. Era digna de que la conocieras. Creía que me anonadaba: nunca se había pronunciado en mi elogio palabra más grande, más gloriosa. Carlota prosiguió: -¡Y esta mujer ha muerto en la flor de la edad, cuando su último hijo no tenía seis meses de vida! Su enfermedad no fue larga; estaba resignada y tranquila; su única pena era abandonar a sus hijos, sobre todo al más pequeño. Cuando entraba en la agonía, me dijo: “Tráemelos!” Yo los llevé; los menores no comprendían su desgracia; los más grandes estaban muy afectados. Cuando rodearon su lecho, levantó las manos al cielo y rogó por ellos; luego, uno tras otro, los besó; después les dio el último adiós y me dijo: “Tú serás la madre”. Como respuesta estreché su mano. “Mucho me prometes, hija mía, me dijo. A menudo he visto en tus lágrimas de reconocimiento que entiendes lo que hay en las miradas y el corazón de una madre. Ten ambas cosas para tus hermanos y para tu padre, la fidelidad y obediencia de una esposa. Serás su consuelo”. Pidió que entrara mi padre, que había salido para esconder el inmenso dolor que le abrumaba; tenía el corazón hecho pedazos. Tú, Alberto, estabas en la alcoba. Oyó que alguien se paseaba; preguntó quién era y dijo que te acercaras. Nos miró fijamente y su mirada tranquila mostraba la idea de que juntos seríamos felices. Alberto se arrojó en sus brazos y dijo: -¡Lo somos! ¡Lo seremos! El flemático Alberto estaba fuera de sí; yo no me conocía a mí mismo. -Werther -siguió ella-, ¿y esta mujer debía morir? ¡Oh, Dios! Cuando algunas veces pienso cómo nos dejamos robar lo que más amamos en el mundo… Y nadie lo siente con tanta fuerza como los niños; los míos, mucho después, se quejaban de que los hombre negros se habían llevado a mamá. Carlota se levantó; yo, temblando, pero dejando el letargo que me dominaba, seguí sentado y estrechando con mis manos una de las suyas. -Debemos volver a casa -dijo-; ya es hora. Quiso retirar su mano y la retuve con brío. ¡Volveremos a vernos!, exclamé. ¡Volveremos a encontrarnos! Sea la que sea nuestra forma, nos reconoceremos. Me voy, continué, me voy por voluntad propia; pero si creyera que nuestra separación sería eterna, no podría soportarlo. ¡Adiós, Carlota; adiós, Alberto! Nos volveremos a ver. -Creo que mañana -dijo ella en tono de broma. Este mañana atravesó mi corazón. ¡Ah! Ella no sabía, cuando separó su mano de la mía… Se fueron alejando. Yo me quedé inmóvil, siguiéndolos con la mirada, a la luz de la Luna. Me arrodillé, lloré sin reserva, me levanté de repente, corrí a la explanada y todavía, a lo lejos, bajo la sombra de los altos tilos, cerca de la puerta del jardín, vi brillar su blanco vestido. Extendí los brazos hacia ella y desapareció.
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"Las Penas del Joven Werther"
RomanceHe reunido con cautela todo lo que he podido acerca del sufrido Werther y aquí se los ofrezco, pues sé que me lo agradecerán; no podrán negar su admiración y simpatía por su espíritu y su carácter, ni dejarán de liberar algunas lágrimas por su trist...