En verdad, Guillermo, que hay para darse al diablo cuando se ven personas tan desprovistas de razón y de sentimiento que desconocen lo poco que de valioso tiene este mundo. Tú recordarás aquellos nogales del presbiterio a cuya sombra me sentaba con Carlota. ¡Cuánto me alegraba el corazón la vista de estos magníficos árboles y cuánto embellecían el patio! ¡Cuánta frescura había en su sombra y cuánta majestad en su follaje! Eran recuerdos vivos de los respetables párrocos que en un tiempo ya lejano, los habían plantado. El maestro de escuela nos ha citado muchas veces el nombre de uno de ellos, nombre que había oído a su abuela, y parece que era una persona dignísima. Por eso, cuando me sentaba debajo de estos árboles, en este recuerdo había algo querido y sagrado para mí. Ayer deplorábamos que los hayan cortado; el maestro de escuela lloraba. ¡Cortado! Tengo tal indignación, que sería capaz de matar al miserable que les dio el primer hachazo. Si yo fuera dueño de dos árboles parecidos, sería suficiente ver a uno secarse de viejo para desesperarme. Juzga por esto lo que me afecta el sacrilegio cometido. ¿De qué sirve la conciencia a los hombres? Todo el pueblo murmura y la mujer del cura actual comprenderá la herida que ha abierto en los instintos de los buenos aldeanos, cuando recoja la manteca, los huevos y los demás tributos. Porque ella, esposa del nuevo párroco (el que conocí también falleció), es la autora; ella, criatura flacucha y enclenque, que hace muy bien en no interesarse por nadie en el mundo, porque nadie comete la sandez de preocuparse por ella; marisabidilla que se atreve a disertar sobre los cánones de la iglesia y a trabajar para la reforma crítico-moral del cristianismo, encogiéndose de hombros antes las ideas de Lavater; mujer, en fin, cuya salud débil no resiste la más inocente diversión. Sólo un bicho así hubiera podido cortar los nogales. ¿Entiendes? Parece que las hojas que se caían, además de ensuciar el patio de esta señora, lo llenaban de humedad. Además, las ramas quitaban la luz y cuando maduraban las nueces, los niños se entretenían en tirarlas a pedradas, lo cual alborotaba los nervios de la pobre, robándole la tranquilidad en sus profundas meditaciones, cuando examinaba y comparaba las opiniones de Kennicot, Semler y Michaelis. Al avistar con la gente de la aldea, después de tan lindo descubrimiento, le pregunté, sobre todo a los ancianos, por qué lo habían permitido. -¿Y qué quieres? -me respondieron-; cuando el alcalde manda una cosa, ¿quién puede oponerse? Hay, sin embargo, en este negocio un lado cómico. El alcalde y el cura (porque éste pensaba sacar algún provecho del disparate cometido por su mujer, que a menudo le quema la sangre) pensaban repartirse el producto de los árboles cortados; pero el administrador de rentas lo supo y tiro el plan, haciendo valer antiguos derechos sobre el patio del presbiterio donde estaban los nogales, que fueron vendidos en subasta pública. En resumen, ya no hay nogales… ¡Oh, si fuera príncipe! Diría a la mujer del cura, al alcalde y al administrador… ¡Príncipe! ¡Bah! Si yo fuera príncipe, ¿qué me importarían los árboles de mi país?
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"Las Penas del Joven Werther"
RomanceHe reunido con cautela todo lo que he podido acerca del sufrido Werther y aquí se los ofrezco, pues sé que me lo agradecerán; no podrán negar su admiración y simpatía por su espíritu y su carácter, ni dejarán de liberar algunas lágrimas por su trist...