Parte Final I

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No intentamos revelar ahora lo que pasaba en el corazón de Carlota y los sentimientos que en él producían su esposo y su desdichado amigo, por más que el conocimiento que tenemos de su carácter nos permita formar una idea cercana.  Es seguro por lo menos que estaba decidida a hacer todo lo posible por alejar a Werther y si algo la hacía dudar, era sólo cierta consideración compasiva dictada por la amistad, sabiendo lo caro que le sería al desgraciado joven esta separación, pues un esfuerzo semejante era superior a su fuerza. No obstante, las circunstancias se hacían cada vez más críticas y aquella necesidad, más urgente. Su marido guardaba el más hondo silencio sobre el asunto, así como lo había guardado siempre ella misma, que sólo deseaba probar sinceramente con sus actos cuán dignos de los suyos eran sus sentimientos.  El mismo  día que Werther escribió a su amigo la carta que recién copiamos, el domingo antes de Navidad, fue por la tarde a casa de Carlota y la encontró sola, arreglando los juguetes para sus hermanos y hermanas. Habló de la alegría que tendrían los niños y de los tiempos en que la aparición de una mesa cargada de manzanas y turrones eran también para ella las delicias del paraíso.  -Pues bien -le dijo  Carlota-, ocultando su ofuscación con una cordial sonrisa, también tendrías regalos de Navidad si tuvieras juicio: una barra de turrón y algún otro detalle. 
-¿Y qué entiende por tener juicio? -exclamó Werther-. ¿Cómo debo ser juicioso? ¿Cómo puedo serlo, querida Carlota?  -El jueves por la noche -repuso ella-, es Nochebuena; vendrán los niños, mi padre los acompañará y todos recibirán su regalito. Ven tú también, pero no antes.  Werther se sentía cohibido.  -Te lo ruego -agregó-; es necesario… porque esto no puede continuar así.  Al oír estas palabras, Werther apartó su vista de Carlota, se puso a caminar a grandes pasos por el cuarto, repitiendo entre dientes: “Esto no puede seguir”.  Percibiendo Carlota el estado de agitación que le habían causado sus palabras, trató de calmarlo y distraerle con algunas preguntas y diferentes temas de charla; nada dio resultado.  -No, Carlota; ya no volveré a verte.  -¿Y por qué no, Werther? Puedes y debes visitarnos si te moderas. ¿Por qué tienes ese carácter tan ardiente, esa pasión indomable que fuego devorador abrasa todo a su paso? Por Dios te suplico que te controles. ¡Qué de distracciones y de goces ofrecen tu talento, conocimientos e imaginación! ¡Sé un hombre! Aléjate de ese cariño fatal, de esa pasión por una criatura que no puede más que compadecerte.  Werther rechinó los dientes y la miró con un aire sombrío. Carlota sostenía en las manos la de su amigo.  -Ten calma -le dijo-. ¿No ves que corres por voluntad a tu perdición? ¿Por qué he de ser yo, justo  yo, que soy de otro? ¡Ah! Temo que la imposibilidad de obtener mi amor sea lo que exalte tu pasión.  Werther quitó la mano y miró a Carlota disgustado.  -Está bien -dijo-; esa sabia observación la ha originado Alberto, sin duda. Es política, ¡muy política!  -Cualquiera puede hacerla -dijo ella-. ¿No habrá en todo el  mundo una joven capaz de llenar los deseos de tu  corazón? Búscala; te garantizo que la encontrarás. Hace mucho tiempo que deploro, por ti y por nosotros, el aislamiento al que te has condenado. Vamos, haz un esfuerzo; un viaje puede distraerte; si buscas bien, encontrarás una mujer digno de tu cariño y entonces podrás regresar para que disfrutemos todos esa tranquila felicidad que da la amistad sincera. 
-Podrían imprimirse tus palabras -repuso Werther con una sonrisa amarga-, y recomendarlas a todos los que se dedican a la enseñanza. ¡Ah, querida Carlota!, dame un plazo corto y todo estará bien.  -Concedido; pero no vuelvas hasta la víspera de Navidad.  Werther iba contestar cuando llegó Alberto. Se saludaron con tono seco y ambos se pusieron a caminar, uno al lado del otro, con una carga evidente. Werther habló de cosas sin importancia que dejaba a medias; Alberto, después de hacer lo propio, preguntó a su mujer por algunos encargos que le había dado.  Al saber que no los había terminado, le dijo algunas cosas que parecieron a Werther no sólo frías, sino duras. Éste quiso marcharse y le faltaron fuerzas. Permaneció ahí hasta las ocho, su mal humor creció; cuando vio que alistaban la mesa, tomó su bastón y su sombrero. Alberto le invitó a quedarse; pero consideró él la invitación como una acto de cortesía forzada y se retiró, no sin antes agradecer con frialdad. Cuando llegó a su casa, tomó la luz de manos de su sirviente, que quería alumbrarle y subió solo a su cuarto. Una vez ahí, se puso a recorrerla con pasos grandes, sollozando y hablando solo pero en voz alta y con ardor; acabó por arrojarse vestido sobre la cama, donde el criado le encontró tendido a las 11, cuando fue a preguntar si quería que le quitara las botas. Werther aceptó y le prohibió que entrara a su habitación al día siguientes antes de que le llamará. 

"Las Penas del Joven Werther"  Donde viven las historias. Descúbrelo ahora