Llegó a las puertas de la ciudad; los guardias, que acostumbraban verlo, lo dejaron pasar. Caían menudos copos de nieve; él, no obstante, no volvió a la población sino una hora antes de la medianoche. Cuando llegó a su casa, el criado observó que no traía su sombrero, pero no se aventuró a decirle nada. Le ayudó a desvestirse: toda la ropa estaba calada. Más tarde, encontraron el sombrero en un peñasco que destacaba sobre todos los de la montaña y que parece desgajarse sobre el valle. No se sabe cómo en una noche lluviosa y oscura pudo llegar a ese punto sin caer. Se acostó y durmió mucho tiempo; cuando el criado entró al cuarto al día siguiente para despertarlo, lo encontró escribiendo. Werther le pidió café, mismo que enseguida la sirvió. Werther entonces agregó estos párrafos a la carta que había iniciado para Carlota: “Esta vez es la última que abro los ojos; la última, ¡ay de mí! Ya no volverán a ver la luz del día. Estarán cubiertos por una niebla densa y oscura. ¡Sí, viste de luto, naturaleza! Tu hijo, tu amigo, tu amante se acerca a su término. ¡Ah, Carlota!, es una cosa que no se parece a nada y que sólo puede compararse con las percepciones confusas de un sueño, el decirse; ‘¡Esta mañana es la última!’ Carlota, apenas puedo entender el sentido de estas palabras: ‘¡La última!’ Yo, que ahora tengo la plenitud de mis fuerzas, mañana rígido e inerte estaré sobre la tierra. ¡Morir! ¿Qué es eso? Ya lo ves: los hombres soñamos siempre que hablamos de la muerte. He visto morir a mucha gente; pero somos tan pobres de mente que no sabemos nada del principio ni del fin de la vida. En este momento todavía soy mío... todavía soy tuyo, sí, tuyo, querida mía; y dentro de poco... ¡separados, aislados, quizá para siempre! ¡No, Carlota, no! ¿Cómo puedo dejar de ser? Existimos, sí. ¡Dejar de ser! ¿Qué significa esto? Es una frase más, un ruido que mi corazón no entiende. ¡Muerto, Carlota! ¡Cubierto en la tierra fría, en un rincón angosto y oscuro! Tuve yo cuando adolescente una amiga que era apoyo y consuelo de mi abandonada juventud. Murió y estuve con ella hasta la fosa, donde vi cuando bajaron el ataúd; oí el crujir de las cuerdas cuando las soltaron y cuando las recogieron. Luego arrojaron la primera palada y la fúnebre caja hizo un ruido sordo; después, más sordo; y después, aún más, hasta que quedó cubierta de tierra por completo. Caí al lado de la fosa, delirante, oprimido y con las entrañas despedazadas. Pero no supe nada de lo que me sucedió, de lo que me sucederá. ¡Muerte! ¡Tumba! No entiendo estos conceptos. “¡Oh! ¡Perdóname, perdóname! Ayer… aquel debió ser el último momento de mi vida. ¡Oh, ángel! Fue la primera vez, sí, que una alegría pura e infinita llenó mi ser. “Me ama, me ama… Aún quema mis labios el fuego sagrado que emanaba de los suyos; todavía colman mi corazón estas delicias abrasadoras. ¡Perdóname, perdóname! Sabía que me amabas; lo sabía desde tus primeras miradas, aquellas miradas llenas de ti; lo sabía desde la primera vez que me diste la mano. Y, sin embargo, cuando me separaba de ti o veía a Alberto contigo, me atacaban las dudas. “¿Recuerdas de las flores que me enviaste el día de esa enojosa reunión en que ni pudiste darme la mano ni decirme palabra alguna? Pasé de rodillas media noche frente a las flores, porque eran para mí el sello de tu amor; pero ¡ay!, estas impresiones se borraron como se borra paso a paso en el corazón del creyente el sentimiento de la gracia de que Dios le prodiga por medio de símbolos visibles. Todo perece, todo: pero ni la misma eternidad puede acabar con la candente vida que ayer tomé de tus labios y que siento en mi interior. ¡Me ama! Mis brazos la han estrechado; mi boca ha temblado, ha murmurado palabras de amor sobre la suya. ¡Es mía! ¡Eres mía! Sí, Carlota; mía para siempre. ¿Qué importa que Alberto sea tu esposo? No lo es más que para el mundo; para ese mundo que dice que amarte y querer arrancarte de los brazos de tu marido para cobijarte en los míos es pecado. ¡Pecado!, sea. Si lo es, ya lo expío. He saboreado ese pecado en sus delicias, en su éxtasis inconmensurable. He aspirado el bálsamo de la vida y con él he fortalecido mi alma. Desde este momento eres mía, ¡mía, Carlota! Voy delante de ti; voy a reunirme con mi padre, que también lo es de ti, Carlota; me quejaré y me consolará hasta que tú aparezcas. Entonces volaré a tu encuentro, te recibiré en mis brazos y nos uniremos en presencia del eterno, con un abrazo que no tendrá fin. No sueño ni deliro. Al borde del sepulcro brilla para mí la verdadera luz. ¡Volveremos a estar juntos! ¡Veremos a tu madre y le diremos todas las penas de mi corazón! ¡Tu madre! ¡Imagen tuya perfecta!” A las 11 llamó Werther a su criado y le preguntó si había regresado Alberto; el criado dijo haberlo visto pasar en su caballo. Entonces le mandó una carta abierta que sólo contenía estas palabras: “¿Me harías el favor de prestarme tu pistola: para un viaje que he planeado? Que estés bien. Adiós”. La pobre Carlota apenas había dormido la noche anterior. Su sangre pura, que hasta entonces había corrido por su venas en calma, se agitaba febril. Mil sensaciones distintas conmovían su noble corazón. ¿Era que le consumía el corazón el calor de las caricias de Werther o que estaba indignada de su atrevimiento? ¿Era que le mortificaba el comparar su situación con su vida pasada, con sus días de inocencia, sosiego y confianza? ¿Cómo presentarse ante su esposo? ¿Cómo confesarle una escena que ella misma no quería aceptar, por más que no tuviera nada de qué avergonzarse? Mucho tiempo hacía que marido y mujer no hablaban de Werther y justo ella debía romper el silencio para hacerle una confesión igual de penosa como inesperada. Temía que el solo anuncio de la visita de Werther fuera para Alberto motivo de mortificación. ¿Qué sucedería al saber todo lo ocurrido? ¿Podría esperar que juzgara las cosas sin pasión y las viera tal como se habían presentado? ¿Podría desear que leyera claramente en el fondo de su alma? Y, por otra parte, ¿cómo disimular ante un hombre para quien su pecho había sido siempre un transparente cristal y a quien ni había ocultado ni quería ocultar nunca el menor pensamiento? Estas reflexiones la abrumaban y la ponían en una cruel incertidumbre; siempre su pensamiento se dirigía a Werther, que la adoraba; hacia Werther, a quien no podía abandonar y a quien necesario era dejar. ¡Ah! ¡Qué vacío para ella! Aunque la agitación de su espíritu no le permitiera ver con claridad la verdad de las cosas, comprendió que pesaba sobre ella la fatal desavenencia que apartaba a su marido y a Werther; dos hombres tan buenos y tan inteligentes que, iniciando por ligeras divergencias de sentimientos, había llegado a una mutua reserva y a una indiferencia glacial. Cada uno se encerraba en el círculo de su propio derecho y de los errores del otro. La tensión había aumentado por ambas partes, llegando a ser tal la situación que ya no podía resolverse sin violencia. Si una dichosa confianza los hubiera unido más en los primeros momentos; si la amistad y la indulgencia hubieran abierto sus almas a dulces expansiones, quizá se hubiera podido salvar el desgraciado joven. Una circunstancia particular aumentaba la perplejidad de Carlota. Werther, como leemos en sus cartas, no ocultó nunca su deseo de dejar el mundo. Alberto había combatido la idea muchas veces y a menudo había platicado sobre ella con su mujer. Impulsado por una instintiva repugnancia hacia el suicidio, Alberto había dado a entender a menudo, con una especie de ligereza de carácter, y hasta se había permitido una que otra burla sobre el asunto, haciendo así que su incredulidad se reflejara un tanto en Carlota. Esto la tranquilizaba un poco cuando en su ser aparecían siniestras imágenes; pero de la misma forma le impedía manifestar sus temores a su marido. No tardó Alberto en llegar y ella salió a recibirlo con una solicitud no libre de vergüenza. Alberto parecía disgustado. No había podido terminar sus negocios por algunos problemas, relacionadas con el carácter intratable y minucioso del funcionario. El mal estado de los caminos había acabado de ponerle de mal humor. Preguntó lo que había sucedido en su ausencia y su mujer se apresuró a decirle que Werther había estado ahí la tarde del día anterior. Informado después de que en su cuarto tenía algunas cartas y paquetes que habían llevado para él, dejó sola a Carlota. La presencia del hombre por quien sentía tanto cariño y tanto respeto hizo una nueva revolución en su espíritu. El recuerdo de su generosidad, de su amor y de sus bondades, le regresó la calma. Sintió un secreto deseo de seguirle y con decisión hizo lo que muchas veces: ir a buscarlo a su cuarto. Le encontró abriendo y leyendo cartas; algunas parecían llenas de noticias desagradables. Le hizo varias preguntas al respecto y él contestó con excesiva brevedad, para después empezar a escribir. Durante una hora estuvieron callados, uno frente al otro. El humor de Carlota se oscurecía por momentos. Comprendía que aunque su marido estuviera del mejor ánimo, iba a verse apurada para explicar lo que sentía su corazón y cayó en un abatimiento que se profundizaba a medida que se esforzaba por ocultar y devorar sus lágrimas. La llegado del criado de Werther aumentó su preocupación. Aquél entregó la carta de su amo y Alberto, después de leerla, se dio la vuelta, indiferente, hacia su mujer, diciéndole: -Dale las pistolas. Luego hacia el criado agregó: -Di a tu amo que le deseo buen viaje. Estas palabras tuvieron en Carlota el efecto de un rayo. Apenas pudo levantarse. Se dirigió lento a la pared, descolgó las armas y las limpió temblorosa. Estaba indecisa y hubiera tardado mucho en entregarlas al criado, si Alberto, con mirada inquisidora, no la hubiera forzado a obedecer. Carlota entregó las pistolas sin poder decir una sola palabra. Cuando éste se retiró, Carlota volvió a tomar su labor y se fue a su habitación, presa de una gran turbación y con el corazón agitado por los presentimientos. Tan pronto quería ir y arrojarse a los pies de su esposo y confesarle lo sucedido, la turbación de su conciencia y sus terribles temores, como desistía de hacerlo, preguntándose de qué serviría el acto. ¿Podía esperar que su marido, en atención a sus súplicas, corriera de inmediato a casa de Werther? La comida estaba en la mesa. Llegó una amiga de Carlota que sin otra cosa que la intención de verla y con temor a importunar, decidió retirarse. Carlota la hizo quedarse. Esto dio pie a una conversación que animó la comida y aunque esforzándose, se habló y se dio todo al olvido. El criado de Werther llegó a casa con las pistolas y se las dios a su amo, quien las tomó con un tipo de placer cuando supo que venían de las manos de Carlota. Ordenó que le llevaran pan y vino, y después de decir a su criado que fuera a comer, se puso a escribir: “Han pasado por tus manos; tú misma las has desempolvado; tú las has tocado… y yo las beso ahora una y mil veces. ¡Ángel del cielo, tú apoyas mi decisión! Tú, Carlota, eres quien me entregas esta arma destructora; así recibiré la muerte de quien quería recibirla yo. Me he enterado por el criado de los pormenores! Temblabas al darle estas pistolas…, pero ni un ‘adiós’ me haces llegar. ¡Ay de mí!, ni un ‘adiós’. ¿Quizá el odio me ha cerrado tu corazón por aquel instante de embriaguez que me unió a ti para siempre? ¡Ah, Carlota!, el transcurso de los siglos no borrará aquella impresión; y tú, estoy seguro, no podrás aborrecer nunca a quien tanto te ha idolatrado”. Después de comer envió al criado que acabara de empacar todo. Rompió muchos papeles. Salió a pagar algunas cuentas pendientes y regresó a casa. Más tarde, a pesar de la lluvia, salió de nuevo y fue al jardín del difunto conde de M., fuera del pueblo. Paseó mucho tiempo por los alrededores y regresó a su casa al anochecer. Entonces escribió: “Guillermo: por última vez he visto los campos, el cielo y los bosques. También a ti doy el último adiós. Tú, madre, perdóname. Consuélala, Guillermo. Que Dios los llene de bendiciones. Todos mis asuntos quedan saldados. Adiós; nos volveremos a ver y entonces seremos más felices. “Mal he pagado tu amistad, Alberto; pero sé que me perdonas. He turbado la paz de tu hogar; he introducido la desconfianza entre ustedes… Adiós, quiera el cielo que mi muerte te devuelva la felicidad. ¡Alberto!, haz feliz a ese ángel, para que la bendición de Dios descienda sobre ti”. Por la noche estuvo revolviendo sus papeles; rompió muchos, que lanzó al fuego, y cerró algunos pliegos dirigidos a Guillermo. El contenido de estos se reducía a breves disertaciones y pensamientos inconexos, de los cuales no conozco más que una parte. A eso de las 10 ordenó echar más leña al fuego y que le llevaran una botella de vino; después mandó a dormir a su criado. El cuarto de éste, como los de todos los que vivían en la casa, estaba muy lejos del de Werther. El criado se acostó vestido para estar listo muy temprano, pues su amo le había dicho que los caballos de posta llegarían antes de las seis de la mañana.
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"Las Penas del Joven Werther"
RomanceHe reunido con cautela todo lo que he podido acerca del sufrido Werther y aquí se los ofrezco, pues sé que me lo agradecerán; no podrán negar su admiración y simpatía por su espíritu y su carácter, ni dejarán de liberar algunas lágrimas por su trist...