He sufrido una mortificación que me llevará de aquí. Estoy furioso. Lo dicho, esto es hecho y ustedes son los únicos culpables; ustedes, que me han excitado, atormentado, forzado a tomar un destino que no deseaba. Nos hemos lucido. Y para que no me digas que lo estropeo todo con mis ideas exageradas, voy, querido amigo, a decirte lo sucedido, con la sencillez y exactitud del cronista. El conde de C. me aprecia y me distingue: ya lo sabes, porque lo he dicho muchas veces. Ayer comí en su casa. Justo era uno de los días en que por las tardes tiene tertulia, a la que asisten las damas y caballeros más distinguidos. Yo no había pensado en semejante cosa y jamás pude imaginar que nosotros, los menos encopetados, estábamos de más. Comí y después estuve paseando y charlando con el conde en el gran salón. Llegó el coronel B., que se unió a la conversación, y por fin sonó la hora de la tertulia. ¡Bien sabe Dios que no pensaba en ello! Entra la nobilísima señora de S., con su marido y la pava de su hija, que tiene el pecho como una tabla y un talle que no es talle. Pasaron delante de mí con el aire de desdén común en ellos. Como no me inspira la gente de esta clase más que una honda antipatía, opté por retirarme, y esperaba sólo a que el conde estuviera libre de la fastidiosa palabrería, cuando entró la señorita B. Como siempre que la veo se impresiona un poco mi corazón, me quedé y me coloqué detrás de su asiento. Llegué a observar que me hablaba con menos franqueza de la habitual y con alguna tensión. Esto me sorprendió. “¿Es ella como todas estas personas?”, me pregunté. Estaba picado y quería irme; sin embargo, me quedaba, esperando que con alguna frase que me dirigiera llegara a convencerme de que mi pregunta carecía de justicia y… qué se yo. Mientras tanto, el salón se llenó. El barón F., que llevaba todo un guardarropa del tiempo en que se coronó Francisco I; el consejero áulico R., que se anuncia haciéndose llamar su excelencia, con su mujer, que es sorda, etcétera. No debo omitir a J., el desaliñado, que tapa los hoyos de su traje gótico con retales del día. Estas y otras personas entraron, mientras yo hablaba con otras conocidas mías, que me parecieron muy lacónicas. Pensando y atendiendo únicamente a B., no noté que las señoras cuchicheaban en un rincón del salón y que algo extraordinario sucedía entre los caballeros; no observé que la señora de S. hablaba aparte con el conde. (Todo esto me lo dijo después la señorita B.). Por último, el conde vino hacia mí y me llevo al hueco de la ventana. -Ya conoces -me dijo-, nuestras costumbres. He observado que la gente en general está descontenta de verte aquí y aunque yo no querría, por nada del mundo… -Perdóneme, señor -dije interrumpiéndolo-. Debí darme cuenta, lo sé, y se también que perdonará esta irreflexión. Haciendo una cortesía y riendo, añadí: -Ya había pensado retirarme y no sé qué maligno espíritu me detuvo. El conde apretó mi mano de un modo que expresaba cuánto podía decir. Me escurrí despacio y fuera ya de la reunión, subí a mi birlocho y fui a M. para ver desde la colina el atardecer, leyendo el magnífico canto en que habla Homero de cómo Ulises fue alojado por uno que guardaba puercos. Hasta ahí, todo iba bien. Por la noche regresé a mi posada a cenar. Sólo encontré a algunas personas, que jugaban dados en el comedor, en un ángulo de la mesa, para lo cual habían alzado un poco los manteles. Entró el apreciable Adelín, dejó su sombrero, mientras me dirigía la mirada, vino hacia mí y dijo en voz baja. -¿Con que has tenido un disgusto? -¿Yo? -El conde te ha corrido de su tertulia. -Cargue el diablo con ella. Salí para respirar un aire más puro. -Me alegro de que no des importancia a lo que carece de ella; sólo siento que el caso se haya hecho público. Esto hizo que se despertara mi enojo. Conforme llegaba la gente para sentarse a la mesa, me miraban y yo decía para mis adentros: “Te miran por lo de la reunión”. Y esto me quemaba la sangre. Y como ahora, adondequiera que vaya, oigo decir que los que me envidian baten palmas; que me citan como un ejemplo de lo que sucede a los presuntuosos que creen tener la facultad de prescindir de todas las consideraciones porque están dotados de algún ingenio; y oigo además otras majaderías semejantes, de buen grado me acuchillaría el corazón. Digan lo que digan los caracteres despreocupados, yo querría saber quién es el que puede soportar que tanto bellaco murmure de él en esta forma. Sólo cuando la murmuración carece de bases es fácil despreciar a los murmuradores.
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"Las Penas del Joven Werther"
RomansaHe reunido con cautela todo lo que he podido acerca del sufrido Werther y aquí se los ofrezco, pues sé que me lo agradecerán; no podrán negar su admiración y simpatía por su espíritu y su carácter, ni dejarán de liberar algunas lágrimas por su trist...