24 de diciembre

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El embajador me hace pasar muy malos ratos, lo que yo ya preveía. Es el tonto más puntilloso de la tierra; camina paso a paso y es meticuloso co-mo una solterona; nunca está contento consigo mismo, ni hay forma de contentarle. Me gusta trabajar de prisa y no retocar lo que escribo: él es capaz de devolverme una minuta y decir: “Está bien, pero repásala; siempre se encuentra una expresión mejor o un término más adecuado”. Cuando así sucede, me daría a todos  los demonios. No ha de faltar una conjunción; es enemigo mortal de las inversiones gramaticales que a veces se me van; no entiende más periodo que el  que se escribe con la cadencia tradicional. Es un suplicio entenderse con hombre así.  Lo único que me consuela es la amistad del conde C. Hace unos días me mostró con la mayor franqueza que le fastidian la lentitud y la nimiedad características del embajador. “Esta gente es una polilla para sí misma y para los demás”, decía; “pero hay que padecerla, como cualquier viajero enfrenta el estorbo de una montaña. Si ésta no estuviera, el camino sin duda sería más sencillo y más corto; pero la montaña existe y hay que superarla”.  El viejo conoce bien la preferencia que sobre él me tiene el conde; esto lo quema y usa las oportunidades que se le dan para hablar mal de él en presencia mía. Desde luego lo  contradigo y ya tenemos altercado. Ayer, por ejemplo, me tomó por su cuenta y me sacó de mis casillas. Decía “el conde conoce bien los negocios del mundo, tiene facilidad para el trabajo y escribe bien; pero como casi todo literato, carece de conocimientos profundos”. Después hizo una mueca que podría entenderse como “¿te llega a ti ese dardo?” Pero no tuvo efecto en mí. Desprecio a quien piensa y se conduce de este modo y le  respondí con viveza, que el conde merece mayor respeto, tanto por su carácter como por su instrucción. Agregué: “No conozco a nadie que haya desarrollado mejor su talento y haya podido aplicarlo a gran cantidad de objetos, sin perder toda la actividad necesaria para la vida cotidiana”. Hablar así a este imbécil era hablarle en griego y me despedí de él para evitar que me agitara más la bilis  con sus majaderías. Y toda la culpa es de los que me han amarrado a este yugo con todas las maravillas sobre la actividad. ¡Actividad! Remaría por propia voluntad 10 años más en la galera donde ahora estoy, si el que no tiene otra ocupación que la de plantar patatas y vender su grano a la ciudad no hace más que yo. ¿Y la miseria brillante que veo, el tedio que priva entre esta gente, esta manía de clases que les hace acechar y buscar la oportunidad de levantarse unos sobre otros, fútiles y mermadas pasiones que se presentan al desnudo? Aquí, por ejemplo, hay una mujer que no habla a nadie más que de su nobleza y sus fincas, de tal modo que los forasteros dirán para sí: “Esta es una sandía, a quien  un poco de nobleza y cuatro terrones le han devuelto el juicio”. Pero esto no es lo peor: la susodicha es tan sólo hija de un escribano de estos lugares. No puedo comprender a la especie humana, que tiene tan poco juicio, que se prostituye con mezquindad. Guillermo, cada día me convenzo más de lo estúpido que es querer juzgar a los demás. ¡Tengo tanto que hacer conmigo mismo y con mi corazón, tan turbulento! ¡Ah! Dejaría gustoso seguir a todos su camino, si ellos también me dejaran caminar el mío. 
Lo que más me irrita son las miserables distinciones sociales. Sé como cualquiera lo necesaria que es la diferencia de clases y conozco sus puntos favorables, de los que yo mismo tomo ventaja; pero no quisiera que vinieran a estorbarme el paso justo cuando podría tener aún alguna leve alegría, algún indicio de felicidad. He hecho conocimiento en el paseo con la señorita B., criatura amable que en medio del mundo infatuado en que vive, conserva naturalidad. Nuestra plática nos fue grata a los dos y al separarnos le pedí permiso para visitarla. Me lo concedió con tal franqueza que apenas pude esperar la hora de acudir a su encuentro. No es de aquí y vive con una tía. La fisonomía de la vieja me desagradó; yo me mostré atento con ella, le dirigí casi siempre la palabra y en menos de 30 minutos adiviné lo que la sobrina me confesaría más tarde; resulta que su tía a su edad carece de todo: de fortuna y de talento. No tiene más recursos que una larga lista de abuelos, en la que se protege como detrás de un muro, ni más diversión que la de mirar altanera a la gente que pasa bajo su balcón.  Debe haber sido hermosa cuando joven y ha pasado la vida en cosas sin importancia; ha sido por capricho el tormento de algunos jóvenes infelices y después, en la madurez aceptó con humildad el yugo de un oficial, de edad avanzada, que por un mediano pasar sufrió con ella su últimos días y murió; pero ahora ella se ve sola y nadie la miraría si su sobrina no fuera tan amable. 

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