Del editor al lector

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¡Cuánto hubiera deseado tener, respecto a los últimos días de nuestro desdichado amigo, bastantes detalles escritos por su propia mano, para no tener la necesidad de intercalar relaciones en la continuación de las cartas que él nos dejó!  Me he esmerado en recopilar los más exactos pormenores con las personas que debían estar mejor informadas, los cuales todos resultan uniformes. Las narraciones coinciden hasta en las menores situaciones. Sólo en la manera de juzgar los sentimientos de los personajes difieren un poco los puntos de vista.  Sólo nos resta entonces hablar con fidelidad de lo que nuestras investigaciones nos han hecho conocer, sin omitir en ello las cartas o fragmentos de carta que dejó aquel que ya no está más con nosotros.  No se debe despreciar al menor documento auténtico, en consideración de lo difícil que resulta profundizar y conocer los verdaderos motivos, los móviles ocultos de una acción, por intrascendente que ésta sea, cuando proviene de un individuo que sale de la esfera común.  El desaliento y pesar habían echado raíces sólidas en Werther y poco a poco se habían apoderado de todo su ser. La armonía de sus facultades se había destruido en su totalidad. El ciego y febril arrebato que las trastornaba tuvo en él los más fuertes estragos y acabó por sumirle en un triste abatimiento, más difícil de tolerar que los males con que se había enfrentado hasta entonces.  Las angustias de su corazón agotaron las pocas fuerzas que le quedaban. Su viveza y sagacidad se apagaron. Cada vez se mostraba más sombrío e insociable, y conforme iba siendo más desgraciado se volvía más injusto. Así, al menos, lo constatan los amigos de Alberto, quienes dicen que Werther no había valorado a aquel hombre de corazón recto que, gozando de una dicha deseada por mucho tiempo, sólo pensaba en afianzar su felicidad futura. ¿Cómo había de comprender semejante anhelo quien disipaba y entregaba al azar los tesoros de su alma, sin reservarse para lo sucesivo más que privación y sufrimiento?  Afirman también que Alberto no había podido cambiar en tan poco tiempo y que era siempre el mismo hombre, tan ponderado y apreciado por Werther cuando se conocieron. Amaba a Carlota sobre todas las cosas; estaba orgulloso de ella y deseaba verla admirada por cuantos se le acercaban como la más perfecta criatura. ¿Podía reprobársele por tratar de alejar de ella la sombra de una sospecha o porque rehusara ceder, ni aun en el más inocente trato, la posesión de tan preciado objeto? Confiesan, es cierto, que Alberto abandonaba a menudo la habitación de su mujer cuando Werther se presentaba ahí; pero no era, según su dicho, ni por odio ni por indiferencia hacia su amigo, sino tan sólo porque había observado el pesar secreto que su presencia creaba en Werther.  Un día, en que estaba enfermo el padre de Carlota y por su necesidad de guardar cama, mandó el coche en busca de su hija. Era una hermosa mañana de invierno. Las primeras nieves habían caído abundantes y el campo estaba cubierto de una alfombra blanca.  Werther emprendió el camino al día siguiente, para ir a reunirse con Carlota y acompañarla a su casa, si Alberto no iba por ella.  El aire fresco y puro de la mañana no cambió su ánimo. Un peso enorme oprimía su pecho; su espíritu estaba atormentado por las más tristes imágenes y el movimiento de sus ideas le hacía vagar por crueles reflexiones. Como vivía en un eterno hartazgo de sí mismo, la situación de los demás la creía tan violenta y agitada como la suya. Imaginaba haber dañado la armonía de Alberto y Carlota, y se dirigía con este motivo los más ocultos reproches, mezclados de sorda indignación contra el marido. Durante el camino sus pensamientos tomaron este sentido: “¡Ah!”, se decía, apretando los dientes; “he ahí rota esa unión, tan íntima, tan cordial, tan auténtica. ¿Qué ha pasado con aquel tierno interés, con aquella confianza tranquila que se antojaba inalterable? Hoy es sólo  hastío  e indiferencia. El más pequeño  asunto  interesa  a  ese hombre más que su mujer. ¡Una mujer tan adorable! ¿Pero sabe él apreciarla? ¿Sospecha remotamente lo que vale? ¡Y ella le pertenece, es de su propiedad! ¡Oh!, lo sé de sobra. Debía haberme acostumbrado ya a esta idea y, no obstante, me desespera y acabará por darme muerte. Y la amistad que Alberto me había prometido, ¿qué ha sido de ella? ¿No ve en mi apego a Carlota un ataque a sus derechos, y en mis atenciones y cuidados, una censura de su  falta  de cuidado? Lo sé y lo siento: me ve con disgusto; quisiera me fuera muy lejos de aquí. Mi presencia es un peso para él”.  Hablando así, tan pronto aceleraba su paso como lo detenía. Algunas veces parecía querer volverse atrás, pero continuaba, sumido siempre en sombrías reflexiones que sólo se adivinaban por algunas palabras entrecortadas que salían de su boca.  Así llegó a la casa sin notarlo. Entró preguntando por el anciano y por Carlota y encontró a toda la gente en conmoción. El mayor de los hermanos de Carlota le informó que había sido una desgracia en Wahlheim: que un aldeano había sido asesinado. Esta noticia no hizo mella en él y se dirigió a la sala contigua, donde encontró a Carlota esforzándose por retener a su padre que, enfermo y todo, quería marchar de inmediato al lugar del crimen, para instruir las primeras diligencias sobre aquel suceso, cuyo autor era una interrogante. Se había encontrado el cadáver muy temprano por la mañana, frente a la puerta de un cortijo y ya se sospechaba de alguien. La víctima había estado al servicio de una viuda, que poco antes había despedido a otro criado por un fuerte disgusto.  Cuando Werther supo esta información, se levantó de repente y exclamó:  -¿Es posible? Debo ir sin perder un instante.  Se dirigió a Wahlheim, convencido, luego que reunió todos sus recuerdos, de que el autor del asesinato era aquel joven a quien había hablado tantas veces y que le había producido gran simpatía. Como era indispensable pasar por los tilos para llegar al figón donde habían depositado el cadáver, no pudo menos que experimentar cierta turbación al ver aquellos lugares que en otra época había querido tanto. El umbral de la puerta donde los chicos iban con frecuencia estaba ensangrentado. Así el amor y la fidelidad, los más hermosos sentimientos humanos, habían degenerado en violencia y crimen. Los corpulentos árboles, sin follaje, se habían cubierto de escarcha; el seto vivo que rodeaba las tapias del cementerio había perdido su hermoso verde y dejaba ver, por los anchos agujeros, las piedras de los sepulcros llenas de nieve.  Al aparecer Werther en el lugar al que había acudido todo el pueblo, se dejó oír un grave murmullo.  A lo lejos se divisaba un pelotón de hombres armados y todos comprendieron que traían al asesino.  No bien dirigió Werther una mirada sobre el preso, se disiparon las dudas. 
Sí, era él; aquel criado tan enamorado de su ama, a quien pocos días antes había visto víctima de una melancolía y luchando contra una secreta desesperación.  -¿Qué has hecho, desdichado? -le preguntó al acercarse.  El preso lo miró sin abrir la boca; luego dijo con frialdad.  -Ella no será de nadie, ni nadie será de ella.  Llevaron al asesino ante la presencia de su víctima y Werther se alejó precipitado. La extraña y violenta emoción que acababa de experimentar había confundido su mente: se sintió arrancado de su melancólica apatía por el irresistible interés que le despertaba aquel joven y por un deseo de salvarlo. Comprendía tan bien la desesperación que le había orillado al crimen; le encontraba tantas excusas  y comprendía con tal profundidad la situación de aquel desafortunado, que se creía capaz de participar sus sentimientos a todo el mundo.  Ardía ya en deseos de defender a gritos al acusado; el discurso más elocuente pugnaba ya por brotar de sus labios. Corrió a casa del padre de Carlota, ordenando mentalmente los apasionados argumentos con que había de inclinar su ánimo a favor del prisionero.  Al entrar en el salón halló a Alberto, cuya presencia lo desconcertó por un momento, pero pronto se recuperó y manifestó al anciano su opinión sobre el trágico evento, con la convicción y calor que lo animaban.  El administrador movió varias veces la cabeza mientras hablaba;  y aunque Werther empleó toda la energía, todo el arte de persuasión que se puede usar en defensa de un semejante, el magistrado, como era de esperarse, no dio signos de sensibilidad ni vacilación. Sin dejar terminar a nuestro amigo, rechazó brioso sus argumentos y le censuró por defender a un criminal con tanta decisión. Le demostró que con tal sistema, todas las leyes quedaban anuladas y la  seguridad pública se vería comprometida en forma consistente. Añadió que en un asunto tan grave, no podía interceder sin incurrir en una responsabilidad enorme, y que era necesario que el proceso siguiera conforme a lo habitual.  Werther, sin embargo, no perdió el ánimo y suplicó al administrador que aceptara no poner atención a la evasión del prisionero; pero también en esto el magistrado no mostró flexibilidad alguna.  Alberto, que hasta entonces no había emitido juicio alguno, se incorporó a la discusión para apoyar al anciano. Werther, en vista de ellos, guardó silencio y se alejó con el corazón traspasado de amargura, mientras el administrador repetía:  -No, no; nada puede salvarlo. 
No es difícil calcular la impresión que estas palabras tuvieron en el ánimo de Werther, conociendo alguna frases que escritas sin duda ese mismo día, hemos encontrado entre sus pertenencias.  -¡No es posible salvarte, desgraciado! Yo bien veo que nada puede salvarnos.  Lo que Alberto había dicho sobre el  criminal ante el administrador causó a Werther una extrañeza mayor. Creyó descubrir en sus palabras una alusión a él y a sus sentimientos, y por más que algunas serias reflexiones le hicieron entender que aquellos tres hombres podían estar en lo correcto, se resistía a abandonar su intención y sus ideas, como si abandonarlas fuera renunciar a su propia y más íntima vida.  Entre sus papeles hemos hallado otra nota que habla de esta situación y que expresa quizá sus verdaderos sentimientos hacia Alberto.  -¿De qué sirve decirme y repetirme: es bueno y honrado? ¡Ah! Cuando así me desgarra el corazón, ¿puedo ser justo?  La tarde era apacible y el tiempo ayudaba al deshielo. Carlota y Alberto regresaron a pie. De vez en cuando volteaba ella la cabeza, como extrañando la compañía de Werther. Alberto dirigió la conversación a su amigo y le  reprobó, haciéndole justicia. Habló de su desgraciada pasión y dijo que deseaba, si se pudiera, alejarlo por su propio bien.  -Lo deseo también por nosotros -agregó-; y te ruego, Carlota, que procures dar otra dirección a sus ideas y a sus relaciones contigo, decidiéndole a que limite sus visitas. La gente empieza ya a ocuparse de esto y yo sé que se ha hablado del tema varias veces.  Carlota guardó silencio y Alberto creyó entender el motivo de esta reserva. Desde ese momento no habló más de Werther: si ella, por casualidad o con intención, pronunciaba su nombre, él cambiaba o interrumpía la conversación. La vana tentativa de Werther para salvar al infeliz aldeano, fue como el último resplandor de una flama agonizante.  Cayó en un abatimiento más y más profundo y una desesperación mansa se apoderó de él cuando supo que tal vez lo llamarían para testificar en contra del asesino, que intentaba defenderse al negar su participación en el asesinato. Todo lo que había sufrido hasta entonces durante su vida activa, sus disgustos en la embajada, sus proyectos fallidos, todo lo que le había herido o contrariado, acudía a su memoria y le agitaba en forma terrible.  Creyéndose condenado a la inacción por tan consistentes contrariedades, todo lo veía cerrado a su paso y sentía incapacidad de soportar la vida. Así es que, encerrado para siempre en sí mismo, consagrado a la idea fija de una sola pasión, perdido en un laberinto sin salida por sus relaciones diarias con la mujer adorada cuyo descanso trastornaba, agotando inútilmente sus fuerzas y debilitándose sin esperanza, se iba acercando cada vez a su triste final.  Colocaremos aquí algunas cartas que dejó y que dan una idea precisa de su confusión, de su delirio, de sus crueles angustias, de sus luchas supremas y del desprecio que sentía por la vida. 

"Las Penas del Joven Werther"  Donde viven las historias. Descúbrelo ahora