Mientras tanto, Carlota estaba de un ánimo muy extraño. En su última entrevista con Werther había entendido lo difícil que sería instarlo a alejarse y había adivinado mejor que nunca los tormentos que él sufriría lejos de ella. Después de informar a su marido, incidentalmente, que Werther no volvería hasta la nochebuena, Alberto se fue a ver a un funcionario de un distrito colindante para tratar un asunto que debía tomarle hasta el siguiente día. Carlota estaba sola; ninguna de sus hermanas la acompañaba. Tomando ventaja de esta circunstancia, se perdió en sus ideas y dejó vagar su espíritu entre los afectos de su pasado y su presente. Se miraba unida para siempre a un hombre cuyo amor y lealtad conocía bien y por el que sentía un gran cariño; a un hombre que por su carácter, tan íntegro como apacible, parecía formado para garantizar la felicidad de una mujer honrada. Entendía lo que este hombre era y debía ser siempre para ella y para su familia. Por otro lado, le había simpatizado tanto Werther desde el momento de conocerlo y llegó a quererlo tanto; era tan auténtico el afecto que los unía y había creado tal intimidad el largo trato que hubo entre ellos, que el corazón de Carlota conservaba de ello impresiones imborrables. Se había habituado a contarle todo lo que sucedía, todo lo que sentía. Su partida por lo tanto produciría en la vida de Carlota un vacío que nada llenaría. ¡Ah! Si ella hubiera podido hacerle su hermano, ¡qué feliz hubiera sido! ¡Si hubiera podido casarlo con una de sus amigas! ¡Si hubiera podido restablecer la buena inteligencia que antes hubo entre Alberto y él! Revisó en la mente a todas sus amigas y en todas hallaba defectos… ninguna le pareció digna del amor de Werther. Después de mucha reflexión, concluyó por sentir confusamente, sin atreverse a confesárselo, que el secreto deseo de su corazón era reservárselo para ella, por más que se decía que ni podía ni debía hacerlo. Su alma, tan pura y hermosa, y hasta ese momento tan inaccesible a la tristeza, recibió en aquel momento una herida cruel. Sintió su corazón saltar y una nube negra dilatarse ante ella. A las 6:30 oyó a Werther, que subía la escalera y preguntaba por ella. En el acto reconoció sus pasos y su voz, y su corazón latió con viveza por primera vez, podemos decir, al acercarse el joven. De buena gana hubiera ordenado que le dijeran que no estaba en casa, y cuando lo vio entrar no pudo menos que exclamar, con visible carga y muy emocionada.
-¡Ah! Has faltado a tu palabra. -Yo no hice promesa alguna -respondió. -Pero debiste cuando menos escuchar mis ruegos, en consideración a que fueron para bien de los dos. No se daba cuenta de lo que hacía ni de lo que decía, y envió por dos amigas suyas para no encontrarse sola con Werther. Éste dejo algunos libros que se había llevado y pidió otros. Carlota esperaba con ansia la llegada de sus amigas; pero un instante después deseaba lo contrario. Volvió la sirvienta y dijo que ninguna de las dos podía acudir. Entonces se le ocurrió ordenar a la criada que se quedará en el cuarto contiguo, en su quehacer; pero de inmediato cambió de idea. Werther caminaba por la sala visiblemente agitado. Carlota se sentó al clave y quiso tocar un minué; sus dedos se resistían a cooperar. Abandonó el clave y fue a sentarse al lado de Werther, que ocupaba en el sofá el sitio habitual. -¿No traes nada que leer? -preguntó ella. -Nada -le contestó Werther. -Ahí, en mi cómoda, tengo la traducción que hiciste de unos cuentos de Ossian. Aún no la he visto, pues esperaba que me la leyeras; pero hasta ahora no se había dado la oportunidad. Werther sonrió y fue por el manuscrito. Al tomarlo un estremecimiento involuntario lo abordó; al hojearlo se le llenaron los ojos de lágrimas. Luego, con esfuerzo, leyó lo siguiente: “¡Estrella del crepúsculo que brillas soberbia en occidente, que asomas tu radiante faz entre las nubes y paseas majestuosa sobre la colina! ¿Qué miras a través del follaje? Los indómitos vientos se han apaciguado; se oye a lo lejos el ruido del torrente; las espumosas olas se rompen al pie de las rocas y el confuso rumor de los insectos nocturnos se cierne en los aires. ¿Qué miras, luz hermosa? Sonríes y sigues tu camino. Las ondas se elevan con gozo hasta ti, bañando tu brillante cabello. ¡Adiós, rayo de luz, dulce y tranquilo! ¡Y tú, sublime luz del alma de Ossian, brilla, aparece ante mis ojos! “Vela; ahí asoma todo su esplendor. Ya distingo a mis amigos muertos; se reúnen en Lora como en mejores días… Fingal avanza como una húmeda bruma; a su alrededor están sus valientes. Ve los dulcísimos bardos: Ulino, con su cabellos gris; el majestuoso Ryno; Alpino, el celestial cantor; y tú, quejumbrosa minona. ‘Cuánto han cambiado, amigos, desde las fiestas de Selma, donde nos peleábamos el honor de cantar, como los céfiros de primavera columpia, unos tras otros, las lozanas hierbas de la montaña!’ “Se adelantó Minona con toda su belleza, con la vista baja y los ojos con lágrimas. Flotaba su cabellera con el viento de la colina. El alma de los héroes entristeció al escuchar su dulce canto, porque habían visto en múltiples veces la tumba de Salgar, y muchas también la agreste morada de la blanca Colma… de Colma, abandonada en la montaña sin más compañía que el eco de su cantarina voz. Salgar había prometido asistir; pero antes de llegar la noche envolvió en la oscuridad a Colma. Escuchen su voz; oigan lo que cantaba al vagar por la montaña: COLMA “Es de noche, estoy sola, pérdida en las tempestuosos cimas de los montes. El viento sopla en la montaña. El torrente se precipita con estruendo desde lo alto de las rocas. No tengo ni una cabaña para defenderme de la lluvia y estoy a la merced de estos peñascos bañados por la tormenta. Rompe, ¡oh, Luna!, tu prisión de nubes. ¡Surjan, luceros nocturnos! Que un rayo de luz me lleve al sitio donde el dueño de mi amor descansa de las fatigas de la casa, con el arco a sus pies, con los perros jadeando a su alrededor. ¿Es necesario que permanezca aquí, sola y sentada sobre la roca, encima de la cóncava cascada? Rugen el torrente y el huracán, pero, ¡ay!, no llega a mis oídos la voz del amado. “¿Por qué demora tanto mi Salgar? ¿Habrá olvidado su palabra? Éstos son la roca y el árbol; éstas, las espumosas hondas. Tú me ofreciste venir al anochecer… ¡Ah! ¿Dónde estás, mi Salgar? Yo quería escapar contigo; quería abandonar por ti a mi orgulloso padre y a mi orgulloso hermano. Hace mucho tiempo que son enemigos nuestras familias; pero nosotros no somos enemigos, Salgar. “¡Cálmate por un momento, huracán! ¡Enmudece por un momento, potente catarata! Deja que mi voz resuene por todo el valle y que la escuche mi viajero. Salgar, yo soy quien llama. Aquí está el árbol y la roca. Salgar, dueño de mí, aquí me tienes; ven… ¿por qué tardas? “La Luna sale; las olas, en el valle, reflejan sus rayos; las rocas se esclarecen, las cumbres se alumbran; pero no veo a mi amado. Sus perros, que siempre se le adelantan, no me anuncian su llegada. ¡Ah! Salgar, ¿por qué me dejas sola? “¿Pero quiénes son aquellos que se divisan abajo entre los arbustos? ¿Mi amado? ¿Mi hermano? Hablen, amigos míos… ¡Ah!, no responden… ¡Qué ansiedad la de mi alma! ¡Están muertos! Sus cuchillas están enrojecidas con la sangre del combate. ¡Oh, hermano, hermano mío! ¿Por qué has matado a mi Salgar? Y tú, mi querido Salgar, ¿por qué has matado a mi hermano? ¡Los quería tanto a ambos! ¡Estabas tú tan bello entre mil guerreros de la montaña! ¡Y él era tan bravo en la pelea! Escuchen mi voz y respondan, mis amados. ¡Pero ay de mí!, están mudos, mudos para siempre. Sus corazones están helados como la tierra. “¡Oh! Desde las altas rocas, desde las cumbres en que se forman las tempestades, háblenme, espíritus de los muertos. Yo les atenderé sin miedo. ¿Adónde han ido a descansar? ¿En qué gruta del monte podré hallarles? Ninguna voz suspira en el viento; ningún gemido solloza entre la tempestad. Aquí, abismada en mi dolor, anegada en llanto, espero el nuevo día. Caven su sepulcro, amigos de los muertos; pero no lo cierren hasta que yo baje. “Mi vida se desvanece como un sueño. ¿Puedo vivir sin ustedes? Aquí, cerca del torrente que salta entre peñascos, donde quiero permanecer con ellos. Cuando la noche caiga sobre la montaña y sople el viento en el páramo, mi espíritu se lanzará al espacio y lamentará la muerte de mis amigos. El cazador oirá desde su cabaña de follaje; mi voz le dará miedo y a pesar de ello, me amará, porque será dulce mientras llore por ellos. ¡Los quería tanto! Así cantabas, ¡oh, Minona, bella y pálida hija de Torman! Nuestro llanto corre por Colma y nuestra alma se oscurece como la noche. “Ulino apareció con el arpa y nos hizo oír el cantar de Alpino. Alpino fue un cantor melodioso y el alma de Ryno era un rayo de lumbre. Pero uno y otro yacían en la estrecha mansión de los muertos y sus voces no llegaban a Selma. “Un día, al volver Ulino de cazar, antes que los dos héroes hubieran muerto, les oyó cantar en la colina. Su canto era dulce, pero triste. Lamentaban la muerte de Morar, mayor de los héroes. El alma de Morar era gemela de la de Fingal; su espada, similar a la espada de Oscar. Murió, dijo su padre, y los ojos de su hermana Minona dejaron escapar las lágrimas al oír el canto de Ulino. Minona se retiró, como la Luna oculta la cabeza detrás de las nubes cuando presiente la tempestad. Yo acompañaba con el arpa el canto de las lamentaciones. RYNO “El viento y la lluvia pararon; el día es caluroso; las nubes de apartan; el Sol, hacia el ocaso, dora con sus últimos rayos las crestas de los montes. El torrente, con un color rojo, rueda por el valle. Dulce es tu murmullo, ¡oh, río Pero más dulce la voz de Alpino, cuyo canto escucho para los muertos. Su cabeza está inclinada por el peso de los años y sus ojos, escaldados por el llanto. Alpino, ¿por qué vas a solas por la montaña silenciosa? ¿Por qué gimes como el viento en el bosque y como la ola que se rompe en la lejana playa? ALPINO “Mi llanto, Ryno, proviene de los muertos. Mi voz se eleva por los habitantes del sepulcro. Tú eres ágil y delgado, Ryno; eres bello entre los hijos de la montaña; pero caerás como Morar y la aflicción irá también a sentarse sobre tu ataúd. La montaña se olvidará de ti y tu arco abandonado colgará de la muralla. ¡Oh, Morar!, tú eres ligero como el corzo en la colina, temible como el fuego del cielo en la oscuridad de la noche; tu cólera era una tempestad, tu espada, un rayo en el combate, tu voz era el rugir del torrente después de la lluvia, el del trueno rodando sobre las montañas. Muchos han sucumbido ante el golpe de tu brazo; la llama de tu cólera los ha consumido… Pero cuando volvías de la guerra, ¡tu frente era tan dulce y apacible! Tu rostro parecía el Sol después de la tormenta; parecía la Luna al alumbrar una noche serena. Tu pecho era tranquilo como el mar cuando se calma y el viento que lo agita. ¡Qué estrecha y sombría es ahora tu morada! Con tres pasos se mide la sepultura del que no hace mucho fue tan grande. Cuatro piedras, cubiertas de musgo, son tu único monumento. Un árbol sin hojas, altas hierbas que mece la brisa. Esto es todo lo que muestra al experto cazador el lugar donde yace el poderoso Morar. Tú no tienes madre ni amante que te lloren: murió la que te engendró; murió también la hija de Morglan. ¿Quién es el hombre que se apoya en un bastón? ¿Quién es aquel hombre cuya cabeza blanquea por la edad y cuyos ojos se enrojecen por llorar? Es tu padre, ¡oh, Morar!, tu padre, que no tenía otro hijo. Muchas veces oyó hablar de tu valor, de los enemigos que cayeron ante tu espada; muchas veces oyó hablar de la gloria de Morar. ¡Ay! ¿Por qué le contaron también tu muerte? “Llora, padre de Morar, llora, que tu hijo no oirá. El sueño de los muertos es muy profundo; su almohada está muy honda. No se levantará tu hijo al escuchar tu voz; no se despertará con tu grito. ¡Ah! ¿Cuándo penetrará la luz en el sepulcro? ¿Cuándo se podrá decir al que duerme él: ‘despierta’? ¡Adiós, noble joven; adiós, valiente guerrero! Ya no volverán a verte los campos de batalla; ya el bosque oscuro no se iluminará con el centelleo de tu espada. No has dejado hijos; pero el canto de los trovadores conservará y transmitirá tu nombre a la posteridad. Las generaciones futuras conocerán tus logros y sabrán de Morar.
“La aflicción de los guerreros era honda; pero el sollozo de Armino la controlaba. Este canto le recordaba la pérdida de un hijo, muerto en plena juventud. Carmor estaba junto al héroe: Carmor, el príncipe de Galmal. “¿Por qué suspiras así?, le dijo. ¿Es en este sitio donde se debe llorar? La música y el canto que se dejan oír, ¿no son para reanimar el espíritu, lejos de abatirle? Son como el leve vapor que escapa del lago, invade el bosque y humedece las flores; el Sol luce fulguroso y los vapores se esparcen. ¿Por qué estás triste, ¡oh, Armino!, tú que reinas en Gorma, ceñida de las olas? ARMINO “Estoy triste y tengo motivos para estarlo. Carmor, tú no has perdido un hijo ni tienes que llorar la muerte de una hija de gran hermosura. Colgar, el intrépido joven, vive aún, así como la bella Annira. Los retoños de tu raza florecen, Carmor; pero Armino es el último del linaje. Sombrío es tu lecho, Daura; como tu sueño en el sepulcro. ¿Cuándo despertarás? ¿Cuándo volverá a surgir tu voz? Levántense vientos del otoño…, embistan la oscura maleza. Torrentes de la selva, desbórdense. Huracanes, rujan en las encinas… Y tú, Luna, enseña y oculta tu pálido rostro entre las rasgadas nubes. Recuérdame la terrible noche en que murieron mis hijos, mi valiente Arindal y mi querida Daura. “Daura, hija; eras hermosa como el astro de plata que blanquea las colinas de Fura; eras blanca como la nieve y dulce como la brisa embalsamada matutina. “Arindal, tu arco era invencible, rápido tu dardo en el campo de batalla, poderosa tu mirada, como la nube que va sobre las olas; tu escudo parecía un meteoro dentro de una tempestad. “Armar, célebre en los combates, solicitó el amor de Daura y rápido lo consiguió. Hermosas eran las esperanzas de sus amigos. Pero Erath, hijo de Odgall, temblaba de rabia porque su hermano había sido asesinado por Armar. Vino disfrazado de batelero; su barca se columpiaba gallardamente sobre las ondas. Traía el pelo blanco; su aspecto era serio y tranquilo. ‘¡Oh, tú, la más bella de las jóvenes, amable hija de Armino, dijo; allá abajo, en una roca, cerca de la orilla, espera Armar a su amada Daura’. Ella le siguió y llamó a Armar; pero sólo el eco respondió a su llamado. Armar, dueño de mi alma, mi bien, ¿por qué me apenas de este modo? Escucha, hijo de Arnath, atiende mis súplicas… Es tu Daura quien te invoca.
“El traidor Erath la dejó sobre la roca y regresó a tierra con risa. Daura se deshizo en gritos, llamando a su padre y a su hermano: ‘Arindal, Armino, ¿no vendrán ninguno a salvar a su Daura?’ Su voz surcó los mares. Arindal, hijo, bajó de la montaña cargado con el botín de la caza, con las flechas suspendidas del costado, el arco en la mano y rodeado de cinco perros negros. Distinguió en la orilla al audaz Erath; se apoderó de él y le ató a un roble con fuertes ligaduras. Mientras Erath llenaba el espacio de gemidos, Arindal, tomando su barca, se enfiló a la roca donde estaba Daura. En esto llega Armar, prepara con furia una flecha, silba el dardo y tú, hijo mío, mueres por el golpe destinado a Erath, el pérfido. En el momento en que la barca llegó a la roca, Arindal dio el último suspiro. ¡Oh, Daura! La sangre de tu hermano corrió a tus pies. ¡Cuán grande habría sido tu desesperación! La barca, deshecha contra la roca, se hundió en el abismo. Armar se lanzó al agua para salvar a Daura o perecer. Una corriente de viento de la montaña agita el oleaje y Armar desaparece para siempre. Mi desgraciada hija quedaba desamparada, sola, sobre un peñasco atacado por las olas. Yo, su padre, escuchaba sus lamentos y nada podía hacer para socorrerla. Toda la noche estuve en la orilla, contemplándola ante los tenues rayos de la Luna. Toda la noche oí sus clamores. El viento soplaba, el agua caía a torrentes, y la voz de Daura se debilitaba conforme se acercaba el día. Pronto se apagó en su totalidad, como se va la brisa de las tardes entre las hierbas de la montaña. Consumida en desesperación, expiró, dejando a Armino solo en el mundo. Mi valor, mi fuerza y mi orgullo murieron con ella. “Cuando las tormentas bajan de la montaña; cuando el viento alborota el oleaje, me postro en la ribera y miro la funesta roca. Muchas veces, cuando la Luna aparece en el cielo, veo flotar en la oscuridad iluminada las almas de mis hijos, que vagan por el espacio, unidos fraternalmente en un abrazo”. Un raudal de lágrimas, que brotó de los ojos de Carlota, desahogando su corazón, interrumpió la lectura de Werther. Éste hizo a un lado el manuscrito y tomando una de las manos de la joven, soltó también el amargo llanto. Carlota, apoyando la cabeza en la otra mano, se cubrió el rostro con un pañuelo. Víctimas ambos de una terrible agitación, veían su propia desdicha en la suerte de los héroes de Ossian y juntos lloraban. Sus lágrimas se confundieron. Los ardientes labios de Werther tocaron el brazo de Carlota; ella se estremeció y quiso retirarse; pero el dolor y la compasión la tenían atada a su silla como si un plomo pesara sobre su cabeza. Ahogándose y queriendo dominarse, suplicó con sollozos a Werther que siguiera la lectura; su voz rogaba con un acento del cielo. Werther, cuyo corazón latía con la violencia de querer salir del pecho, temblaba como un azogado. Tomó el libro y leyó inseguro: “¿Por qué me despiertas, soplo embalsamado de primavera? Tú me acaricias y me dices: ‘traigo conmigo el rocío del cielo; pero pronto estaré marchito, porque pronto vendrá la tempestad, arrancará mis hojas. Mañana llegará el viajero; vendrá el que me ha conocido en todo mi esplendor; su vista me buscará a su alrededor y no me hallará”. Estas palabras causaron a Werther un gran abatimiento. Se arrojó a los pies de Carlota con una desesperación completa y espantosa, y tomándole las manos las oprimió contra sus ojos, contra la frente. Carlota sintió el vago presentimiento de un siniestro propósito. Trastornado su juicio, tomó también las manos de Werther y las colocó sobre su corazón. Se inclinó con ternura hacia él y sus mejillas se tocaron. El mundo desapareció para los dos; la estrechó entre sus brazos, la apretó contra el pecho y cubrió con besos los temblorosos labios de su amada, de los que salían palabras entrecortadas. -¡Werther! -murmuraba con voz ahogada y desviándose-. ¡Werther!, insistía, y con suave movimiento trataba de retirarse. -¡Werther! -dijo por tercera vez-, ahora con acento digno e imponente. Él se sintió dominado; la soltó y se tiró al suelo como un loco. Carlota se levantó y en un trastorno total, confundida entre el amor y la ira, dijo: -Es la última vez, Werther; no volverás a verme. Y entregándole una mirada llena de amor a aquel desdichado, corrió a la habitación contigua y ahí se encerró. Werther extendió las manos sin atreverse a detenerla. En el suelo y con la cabeza en el sofá, permaneció más de una hora sin dar señales de vida. Al cabo de ese tiempo oyó ruido y despertó. Era la criada que venía a poner la mesa. Se levantó y se puso a caminar por el cuarto. Cuando volvió a quedarse solo, se acercó a la puerta por donde había entrado Carlota y dijo en voz baja: -¡Carlota! ¡Carlota! Una palabra al menos, un adiós siquiera… Ella guardó silencio. Esperó, suplicó, esperó una vez más... Por último se alejó de la puerta gritando: -¡Adiós, Carlota… adiós para siempre!
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"Las Penas del Joven Werther"
RomanceHe reunido con cautela todo lo que he podido acerca del sufrido Werther y aquí se los ofrezco, pues sé que me lo agradecerán; no podrán negar su admiración y simpatía por su espíritu y su carácter, ni dejarán de liberar algunas lágrimas por su trist...