4 De Setiembre

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Sí, así es. Al mismo tiempo que la  naturaleza anuncia la cercanía del otoño, siento el otoño dentro de mí y a mi alrededor. Mi hojas amarillean y las de los árboles vecinos se han caído ya. ¿He vuelto a hablarte de aquel joven de la aldea que conocí cuando vine por primera vez a este lugar? He pedido en Wahlheim noticias tuyas y me han dicho que después de echarle de la casa donde servía, nadie ha vuelto a saber de él. Ayer le encontré casualmente, camino a otra aldea; le hablé y me contó su historia, que me ha causado gran impresión, como comprenderás fácilmente cuando te la transmita. ¿Pero a qué llevan estos detalles? ¿No debía yo guardar para mí lo que me aflige y angustia? ¿Por qué he de entristecerte también? ¿Por qué he de darte sin parar ocasión para que me compadezcas y regañes? ¡Bah! Acaso no es mía la culpa, sino de mi estrella.  Este hombre contestó a mis primeras preguntas con sombría tristeza, en la que me pareció ver alguna confusión; pero en breve, como si entendiera con quién hablaba y me reconociera, me confesó con franqueza sus errores y deploró su infelicidad. ¡Que no pueda yo, amigo, recordar una a una sus palabras! Confesaba (sintiendo al hacer memoria de ello un tipo de alegría y placer) que su amor hacia su ama fue aumentando cada vez más, al grado de no saber lo que hacía ni, hablándote en su lenguaje, dónde tenía la cabeza. No podía beber, comer ni dormir; esto lo martirizaba y hacía lo que no debía hacer, y olvidaba lo que le habían ordenado; parecía que tuviera un demonio en el cuerpo y, por último, un día que ella estaba en una habitación de un piso alto, la siguió o, más bien, se sintió arrastrado en su busca. Rogó sin resultado y pretendió usar la fuerza. Ignoraba cómo pudo llegar a tal extremo y ponía a Dios como testigo de que siempre había pensado en ella con total pureza y de que su más vehemente deseo había sido casarse para pasar la vida entera con ella. Después de platicar un rato, titubeó, como al que le falta algo que decir y no  se atreve a seguir. Al final, me confesó tímido que ella le solía tolerar ciertas confianzas y le había concedido algunos favores ligeros. Interrumpió dos o tres veces el relato para repetirme que no decía esto “por ponerla en mal”, que la quería tanto como antes; que jamás había hablado con nadie de estas cosas y que sólo me las decía para que me convenciera de que él no  era un malvado ni un insensato.  Y ahora, amigo mío, vuelvo a mi eterna frase: ¡si pudiera pintarte a este muchacho tal como estaba, tal como lo veían mis ojos! ¡Si pudiera decirte todo a la perfección, para que comprendieras cómo me interesa, cómo debo interesarme por él! Basta; sabes lo que me pasa, sabes cómo soy y sabes demasiado bien cuánto me atraen los desdichados y, sobre todo, éste de quien te hablo.  Al releer lo escrito observo que se me olvidaba mencionar el fin de la historia, que se adivina con facilidad. La viuda se defendió; llegó su hermano, que hacía mucho odiaba al sirviente y deseaba sacarle de la casa por temor de que un nuevo matrimonio de la hermana dejara a sus hijos sin una herencia que esperaban con vehemencia, pues aquélla no tenía sucesión directa; este hermano puso al criado en la calle y armó tal escándalo sobre lo sucedido, que aunque la viuda hubiera deseado recibir de nuevo al  joven, no se hubiera atrevido. Dicen que también ahora está que trina el hermano con otro criado que tiene la susodicha, respecto al cual aseguran que se casará con ella, cosa que el antiguo está decidido a no sufrir mientras viva.  No he exagerado ni retocado esta historia; hasta puedo decir que la he contado tenue, muy tenuemente, y que ha perdido mucho de su sencillez, porque la he encerrado en el modelo de nuestro lenguaje usual y muy circunspecto.  Esta pasión, que encarna tanto amor y fidelidad, no es una ficción de poeta; vive, centellea en toda su pureza en estos hombre que apellidamos incultos y groseros; nosotros, gente civilizada hasta el punto de no ser ya nada.  Lee esta historia con recogimiento; te lo ruego.  Yo, escribiéndote hoy estas cosas, estoy calmado, ya lo ves; ni me precipito ni me confundo como suelo hacer. Lee, querido Guillermo, y piensa bien que ésta es además la historia de tu amigo. Si, esto es lo que ha pasado; esto es lo que me ocurrirá a mí, que no tengo la mitad del valor y de la resolución de este pobre diablo, con el que apenas me atrevo a compararme. 

"Las Penas del Joven Werther"  Donde viven las historias. Descúbrelo ahora