XXXI

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Sus pies casi no hacían ruido al pisar la dura nieve, silenciosos como el vuelo de una lechuza en caza

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Sus pies casi no hacían ruido al pisar la dura nieve, silenciosos como el vuelo de una lechuza en caza. El peso de los libros hacía que la mochila tironeara gracias a la gravedad en los hombros de la joven encapuchada quién con ojos alertas volteaba cada diez minutos percatándose de que nadie le persiguiese.
El cielo coloreado cegaba sus ojos acostumbrados a la oscuridad y su corazón sediento de sangre latía con una intensidad sobrenatural que casí nunca sentía, solo bajo el haz plateado de la luna llena. Le resultaba extraño, pues el satélite hacía falta en el firmamento aquella noche de invierno.
Sus oídos percibían el roer de una rata de alcantarilla, el rugir de un horno caliente de pan y el tecleado de una vieja máquina de escribir en la oficina abierta de un abogado mientras acomodaba su bufanda alrededor de su cuello y sentía el frío carcomerle la piel bajo la gruesa chompa polar negra. Sentía el malestar de la pistola oculta en su cintura a medida que apresuraba el paso hasta su destino. Había tomado dos buses para llegar allí, tenía suerte de que las calles hubieran sido despejadas de la nieve aquella tarde.
El anfiteatro se alzaba frente a ella. Ese olor de la muerte la volvió a saludar como una vieja amiga. Su nariz había pasado de percibir tan tentadores como la sangre fresca al hedor de la carne putrefacta y mustia de los cadáveres, que pronto se sumaría el olor a brasas y a carne chamuscada.

Descolgó la mochila de su espalda con un ávido movimiento y, con el cuerpo oculto entre los arbustos para evitar ser vista, tomó el pequeño bidón de gasolina que había quedado debajo de los pesados libros y apuntes del difunto profesor y se aseguró de encontrarse en una zona vacía de la morgue. Hizo lo mismo que en la casa de Sanderson, cortó los cables de teléfono aunque quizá eso no sirviera de mucho pero al menos podría escapar si que se le notificase enseguida a la policía.

No había moros en la costa, apenas percibía el olor de dos humanos en otras habitaciones. Echó toda la gasolina alrededor del piso y la pared desde la ventana y volvió a guardar el bidón vacío en su mochila. Antes de que el fuerte olor alertara a quiénes estuviesen dentro, tomó una cajita de fósforos oculta en los bolsillos delanteros de la mochila y encendió uno, el cuál fue apagado por el viento.
Las manos comenzaron a temblarle y cogió el segundo, cayéndosele al suelo. La tercera era la vencida y así fue, al echarle la pequeña fuente de fuego a la poderosa gasolina, un halo azul recubrió la zona afectada y las paredes comenzaron a arder con una gran potencia. Leena sabía que era el momento para escapar.

Tomó su mochila y volvió a guardar los fósforos mientras el olor a quemado y humo fastidiaban su sensible nariz. Comenzó a correr hacia las calles aledañas y volvió a tomar un caminar despreocupado al alejarse del sitio.
Una pareja pasaba en dirección contraria a la que Leena iba, felices y riéndose, ignorando la presencia de la joven como la mayoría de personas hace con los desconocidos. Sin embargo, al cabo de unos minutos, cuando las risas se hicieron más lejanas en los oídos de Leena, un grito agudo y un susto le provocó una sonrisa.
Sacó del mismo bolsillo donde tenía los cerillos una cajetilla de cigarrillos y el agradable y relajante aroma a tabaco la acompañó hasta regresar a su hogar, haciéndola olvidar de aquel desagradable olor a carne chamuscada y esmog.

Teratos: Luna Roja (EDITANDO)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora