VI

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Las alas del ave cortaron el viento de una manera silenciosa, deslumbrando con la blancura de su plumaje con leves pintas de carbón la negrura del cielo

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Las alas del ave cortaron el viento de una manera silenciosa, deslumbrando con la blancura de su plumaje con leves pintas de carbón la negrura del cielo.
Sobrevoló las copas de los altos abetos y se posó en una rama con las alas extendidas observando el paraje verdoso. El búho encrispó las plumas de su cuello ante el frío viento de la noche y quedó mirando fijamente una sombra que corría rápidamente por el sendero de hojas caídas. Chilló y ululó ante la extraña y escapó del lugar entre una batida de sus alas. Presentía peligro y lo mejor era alejarse de allí.

Leena arrastraba el hacha por el camino terroso con dificultad, gracias a la sangre que la recubría dejando viscosas sus manos y se le resbalaba.
Ya casi no oía las sirenas de los autos de policía a sus espaldas. Ya no veía la civilización, solo era bosque tras de ella.

Jadeando, se apoyó en un árbol a discernir lo que había ocurrido. Otra vez había perdido el control gracias a la imprudente acción de aquel hombre. En el fondo, ella sabía que se lo merecía. Era un monstruo al haber matado a su esposa frente a su única hija.

Rasgó con sus uñas la superficie áspera del tronco del gran ciprés mientras apreciaba con temor el cielo. Las estrellas bailaban tímidamente opacadas por la grandiosa luna amarillenta. De inmediato, clavó las uñas en la madera en un acto reflejo salvaje de su lobo interior. La madera sucumbió a la sobrenatural fuerza del licántropo y se rasgó fácilmente como si una hoja de papel o tela se tratara.

Horrorizada, Leena desencajó las uñas del tronco y apreció la palpitante sangre que las recubría. El olor se había transformado de uno excitante y dulce a uno nauseabundo y agrio, lo que provocó que se le encrispara la piel y lágrimas rodaran por sus mejillas.

—Otra vez... —musitó entre su tristeza, pues sabía que estaría condenada por el resto de sus días a tal deplorable destino.

Con el dolor recorriendo cada centímetro de su existencia, la joven apreció nuevamente el cielo de gran luna y suspiró cerrando los ojos dejando caer su última lágrima.
—Soy tu discípula, grandiosa luna —declaró exhalando un profundo aullido permitiendo una mejor vista de sus amenazantes colmillos.

La tierra rugió, los árboles temblaron y el viento se encogió ante tal fantástico y solitario sonido. Una sinfonía de soledad, dirigida por una chica supuestamente normal que encasillaba un demoníaco ser en su día a día.

Luego de soltar el aullido, su conciencia se perdió, dando paso solo a sus más primitivos instintos. Sus ojos brillaron con tanta intensidad como la misma luna sobre su cabeza, tomó el hacha esta vez sin esfuerzo alguno y se dedicó a buscar un lugar ideal para deshacerse de ella.
Pensó en tirar el arma a un río y dejarla perder por la corriente pero recordó que en aquella época todos los cuerpos de agua en la tierra estaban congelados o inaccesibles. Resultaba mejor cavar un hoyo en la tierra y lanzar el arma dentro para que nadie la encontrase.

Y así fue. La licántropa cavó un profundo hoyo al pie de un abeto viejo que le había impactado un poderoso rayo en alguna tormenta, sus ramas estaban calcinadas y apenas tenía hojas sobre ellas, dándole el aspecto de un espantoso guardián de garras afiladas.

Teratos: Luna Roja (EDITANDO)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora