Simón: A mi ciudad.

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San Ernesto no se parece a Santiago. Es lo único que puedo concluir después de tantas horas de viaje y estas terribles ganas de comerme un completo, no he visto ningún carro de completos en todo el camino, en cambio, cada cierto rato aparecen vendedores, pero no sé qué venden... Voy a extrañar la comida.

Casi no logro tomar taxi, ¡Y es que aquí parecen autos comunes!, yo me esperaba por ahí un taxi negro, pero luego entendí que así no funciona, que las personas se subían a autos de todos los colores. Hay mucho más color que en Santiago. Debí imaginarme todo esto antes de aceptar la beca, pero ya estoy aquí, acalorado en pleno agosto y parado afuera de la universidad de San Ernesto, con el estómago rugiéndome y sin saber bien que hacer.

Nunca lo he sabido, cambiar de país solo lo complica un poco.

La residencia estudiantil queda al lado, literalmente es un edificio normal al lado de la uni, con pura pinta de oficinas. No me piden autorización para entrar y no hay ascensores. Se supone que la agencia de intercambio me paga una pieza compartida y es interesante, como la fantasía gringa de vivir solo con estudiantes y hacer carretes monumentales todos los días...es por eso que no puedo quedarme aquí. Vine a conocer, a escuchar música y a interpretarla, tengo que aprovechar estos meses al máximo así que quedarme tomando y hueviando sería mandar a la basura la oportunidad. Quiero arrendar una pieza en algún lugar menos céntrico del pueblito, pueblito digo, pero en el folleto se lee ciudad.

Me acerco al mesón del conserje, imaginando que es el conserje porque no tengo idea, suerte la mía que si lo fuera. Suelto la guitarra para ponerla en el piso y descansar la mano unos segundos.

—Diga— me dice el conserje, sentado tras su mesa de madera.

—Hola— respondo— Vengo de intercambio, no sé qué tengo que hacer.

Sueno tan estúpido que me río.

—Dígame su nombre— el señor saca un cuadernillo gigante y lo pone sobre el mesón.

—Simón Tapia Sánchez— digo.

Él se salta hasta las últimas páginas y entiendo que ese es el registro de las personas que habitan aquí, podría haberle dicho ahí mismo que no me iba a quedar por mucho tiempo, pero el hambre, el cansancio y las ganas de ir al baño empiezan a pesar con fuerza.

—Don Simón Tapia de intercambio— exhala y cierra el libro— Cuarto 32 en el piso seis, que tenga buena tarde.

—Gracias.

Las escaleras son eternas, tanto que llego casi jadeando al sexto piso. Unos cuantos tipos me miran desde el pasillo, algunos con rostro amable y otros con cara de interrogante, igual entiendo, la primera vez que tuve un compañero extranjero en la educación media también fue raro. Paso de largo a todos porque no es importante lo que estén hablando de mí, habitación 30, 31, 32. Golpeo varias veces hasta que abren la puerta.

—Hola, soy Simón. Me mandaron para acá.

—Pasa— dice el tipo que me abre la puerta. Tiene pinta de profe, cierra la puerta cuando entro y se sienta en un escritorio en la esquina de la pieza. Es diminuta, hay tres camas, dos amontonadas en un camarote y otra pegada a la pared de enfrente. No pregunto nada, me saco la mochila, suelto la guitarra y me tiro a la cama solitaria ignorando a mi vejiga que está por explotar, debería haber regado algún arbusto por la calle no más.

¿En qué momento agarré tanto vuelo? ¿En qué momento me importó tan poco la vida que dejé en pausa? Es que fue tan fácil meter las cosas en una mochila y despedirme de todo, de las guitarreadas en el transantiago, de Diego... Cualquiera creería que soy mala persona, un perro errante. Yo creo que no puedo pertenecer, por mucho que ame a Chile.

Simón y KeithDonde viven las historias. Descúbrelo ahora