Simón: Sin documentos.

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Nacer en navidad me hacía sentir importante. No existieron los grandes cumpleaños, solo mi mamá, esforzándose por darme el mejor día del año, y mi tío, visitándome con algún regalo que marcara mi camino de artista, cuando mi futuro aun le importaba.

Libros de obras teatrales infantiles, el disco del artista que me tuviera cautivado, una ida al cine o las reuniones de cuentacuentos en la quinta normal... el año en que les pedí el vhs de Xmen me dieron por caso perdido, al niño le gustaba la onda comiquera, no la onda folclorista medio indie que su familia buscaba inculcarle.

Supongo que les demostré como se pueden complementar ambas cosas, porque esa navidad, después de enamorarme perdidamente de Hugh Jackman (sin darme cuenta entonces) toque a la sirena como nunca, con mi mamá afirmándome las manos, fijándome los dedos en la posición correcta, cantándome al oído para que aprendiera a no desconcentrarme, porque los guitarristas que no cantan eran, a su juicio, unos incapaces.

Tengo el olor de ese pollo al coñac impregnado en la nariz, el aroma a vino de mi tío zapateándole el corrido a su Normita, como le decía, contándonos que su próximo proyecto si sería el elegido, si lo aprobaría el ministro y que el teatro resurgiría por sobre la televisión. De más está decir que jamás pasó.

—Que pruebe una copita, para que se acostumbre— decía él.

—Déjalo tranquilo Marcelo, que el niño no quiere— reclamaba ella, dándole un tirón en su polera, siempre muy ajustada y a rallas. Como los bohemios de Europa... a mí me hacía pensar en los mimos de la calle.

La navidad tras la muerte de mamá fue también el peor cumpleaños. A Marcelo los regalos artísticos no le importaron, ni la soledad de las calles santiaguinas en pleno y acalorado veinticinco de diciembre.

Da igual la hora, no hay cantidad de turistas paseando por la calle, es Navidad.

Diego se fue a villa alemana por noche buena, a la casa de sus abuelos, único lugar donde no se sienta de piernas cruzadas ni se tapa las ojeras con el corrector Mac de cuneta, los ama tanto que le importa un comino pretenderse varonil cada que los visita.

Envidio que al menos tenga esa posibilidad, de abuelos tampoco supe, quizás murieron, quizás viven... quizás odiaban a mi madre por ser madre soltera y orgullosa, o a Marcelo, por ser condenadamente extraño. ¿Qué pensarían de mí?... Cuando no tengo nada mejor que pensar, pienso que gente que no existe.

No escuché niños paseando en busca del viejo pascuero, como pasaba en Santiago, incluso en el rincón más pobre del cité los que aun creían salían en busca del señor benevolente que deja regalos, aunque fuese una Barbie de imitación o una pelota de plástico. El año pasado con Diego les compramos un piano de juguete a nuestras vecinas haitianas, y sus caras de ángel fueron el regalo de una navidad al ritmo de cumbia villera y gritos en pleno centro de la capital.

Como nadie busca, salgo a buscar, no sé qué... pero algo necesito encontrar para no beberme otra botella y componer otra canción suicida.

Termino en el puerto, topándome ya con más gente, amigos riendo y discutiendo a que fiesta asistir, el ruido me reconforta otro poco, a tal punto es mi temor a la soledad que no oír voces y escuchar las mías propias es castigo.

Diego es el primero en mandar mensaje, corto y preciso, sabe que no me gusta hablar sobre envejecer o sobre nada cuando es veinticinco. Jessica le sigue, haciéndome sonar el teléfono cuando estoy de brazos apoyados en la baranda mirando el mar agitado. Cinco minutos de saludos y confesiones que son un destello de luz en la panorámica austera. Me desea lo mejor del mundo, me canta cumpleaños feliz y reclama que lleva días haciéndole de enfermera a Dan porque se ha engripado muy feo, él se suma al saludo... quisiera estar ahí, como quisiera estar ahí ahora.

Simón y KeithDonde viven las historias. Descúbrelo ahora