XXXVIII

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La mayor preocupación de Marcos siempre había sido que sus padres descubrieran acerca de su homosexualidad.

Marcos había nacido en una familia en la que los ideales conservadores moldeaban a su voluntad las reglas de vida. Desde pequeño, fue enseñado con total claridad cuáles eran los comportamientos adecuados, y cuáles no lo eran tanto. Creció creyendo que hacer amigos de otras razas no era buena idea, que los homosexuales estaban enfermos, que de mayor debía encontrar una mujer con quien casarse y que un lugar llamado infierno estaría esperándolo si se atrevía a incumplir cualquiera de las reglas importantes.

En definitiva, Marcos creció pensando que estaba enfermo.

Desde siempre había tenido tendencias homosexuales, y a pesar de que sus comportamientos no eran demasiado femeninos, sus padres parecían percibir que algo no iba bien en él. O, al menos, Marcos creía que lo percibían cada vez que, sin venir a cuento, soltaban uno de sus sermones sobre la homosexualidad y el pecado que suponía.

Lo más difícil para él había sido aceptarse. Aceptar que era homosexual, y dejar de pensar que estaba enfermo por ello. De no haber sido por la ayuda de otro chico al que conoció, Raúl, quizá nunca habría llegado a asimilarlo del todo. Por suerte, Raúl apareció en su vida cuando él más lo necesitaba, y lo ayudó a aceptarse.

Se conocieron en la secundaria, con apenas quince años. En un principio fueron solo amigos, aunque Marcos era más que consciente de lo mucho que ese chico le gustaba. Y, el día que Raúl le robó su primer besó, entendió que ya no habría vuelta atrás.

Marcos aprendió a aceptarse, pero ese solo fue el primero de sus problemas. Después de ello, le esperaba algo casi tan difícil como asimilar su orientación sexual: ocultársela a sus padres. Para ellos, Raúl solo era su amigo, y nunca deberían saber que era más que eso si quería conservar el afecto de su familia.

Y, si esto no fuera suficiente, Marcos tenía que soportar el rechazo de aquellos que lo sabían. Algún que otro amigo suyo había llegado incluso a retirarle la palabra al enterarse, y muchos chicos de su instituto se metían con él y Raúl cada vez que se presentaba la oportunidad.

Pero, sin duda, ninguno de ellos llegaba a odiarlo tanto como Iván.

Marcos no era ningún apasionado del fútbol, aunque se le daba bien, y su padre se había empeñado desde que él era pequeño en que jugara en un equipo competitivo. A pesar de que no era su pasión, Marcos disfrutó jugando al fútbol hasta que conoció a Iván García, su verdadera pesadilla.

Iván era el típico chico guapo, masculino, y gilipollas. Se le daba bien jugar al fútbol, aunque puede que un poco peor que a Marcos, y también era probable que esa fuera la causa de tanto rencor hacia él. Esa, y que Marcos era homosexual. Iván y él no jugaban en el mismo equipo, pero cada vez que sus equipos se enfrentaban, Marcos llegaba a experimentar el verdadero terror. Lo sentía cada vez que lo miraba, o cuando lo insultaba, o las veces que lo esperaba a la salida del campo junto a sus amigos solo para intimidarlo, para hacerle saber que no le quitaba el ojo.

Aun así, Iván nunca había llegado a hacerle daño físico, y no hizo nada demasiado grave hasta que el equipo de Marcos ganó al suyo en una liga importante de la provincia de Badajoz. Entonces, el otro chico atacó a Marcos donde más daño podía hacerle. No fue a por él, ni siquiera a por Raúl. De hecho, ni siquiera se comportó de forma violenta.

Lo que Iván hizo fue contarle a los padres de Marcos que era homosexual.

Dejó una nota anónima en el buzón de la casa en la que el otro chico vivía informando sobre ello, e indicó a sus padres que, si no creían en sus palabras, revisaran el teléfono de su hijo. Y esa fue la forma en la que su padre acabó por descubrir las conversaciones que Marcos guardaba con Raúl. Esas conversaciones en las que no había nada más que amor, pero que aun así generaron nada más que odio.

Cuando su padre entró en el cuarto de Marcos para arrastrarlo hasta la calle, él ni siquiera conocía el motivo. Oía a su madre llorar, y Marcos estaba también a punto de hacerlo. Tenía miedo, y estaba más asustado de lo que había estado nunca. Sabía que, si su padre estaba tan enfadado, lo más probable era que supiera algo sobre su sexualidad, y la simple idea le hacía querer llorar.

-¡Maricón! –Le dijo su padre cuando llegó hasta la puerta de la casa.

Su madre le gritaba que dejara en paz al niño desde su espalda, pero tampoco hizo absolutamente nada mientras veía como su hijo comenzaba a llorar de puro terror.

Entonces, el padre abrió la puerta y empujó a su hijo hasta el jardín.

-Vete –le ordenó cargado de cólera-. Y no vuelvas nunca.

Marcos nunca supo siquiera cómo había podido su padre enterarse, pero eso ni siquiera le importó. Estaba solo, en un mundo que lo odiaba y bajo la tutela de un Dios que le estaría esperando para castigarlo por el simple hecho de amar sin condición.

Cuando llegó el momento de la verdad, ni siquiera Raúl sirvió para impedir que a Marcos se le agotaran las ganas de seguir viviendo. Caminó, tan solo como se había sentido siempre, hasta el Puente de Lusitania. Después, se dejó caer al río Guadiana.

Lo último en lo que pensó antes de perder el conocimiento y morir ahogado fue que no se arrepentía de nada de lo que había hecho a lo largo de su vida. Llegó a la conclusión de que no podía haber sido él quien había actuado mal. Se negaba a pensar que merecía todo aquello que había recibido tan solo ser él mismo. Creyó que nunca había sido él el enfermo, sino el mundo. El mundo estaba enfermo, tan enfermo como envenenado.

Se sintió lo suficientemente valiente como para pensar que, si de veras había un Dios esperándolo después de la muerte para castigarlo por su sexualidad, sería Marcos quien mandaría a Dios al infierno.

En la misma habitación.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora