En la carretera hay un atasco. Aunque no es nada desacostumbrado estoy tan inquieta que no dejo de morderme las uñas. Alberto ha tratado de hablar conmigo dos veces, pero se ha dado por vencido, porque soy incapaz de mantener una conversación, e incluso de pensar, hasta ver qué ha quedado del Wild Cherries.
Tal vez no esté tan mal como recuerdo. Tal vez se haya salvado de milagro.
No. Mientras nos acercamos veo el edificio, o lo que queda de él. Un esqueleto negro y achicharrado. El aparcamiento esta acordonado y la furgoneta del inspector de incendios esta aparcada bloqueando el acceso. Alberto frena en un semáforo y espera a que se ponga en verde para girar y aparcar en la calle.
Incapaz de seguir sentada me bajó del coche. Oigo que Alberto maldice y me llama pero no aminoro el paso. No puedo. Hay cosas que tengo que hacer sola y esto es una.
Paso por debajo de la cinta policial y corro hacia el edificio quemado, pasando por delante del cartel que he pintado años atrás y en el que aún se lee Wild Cherries. Irónicamente, no ha sido alcanzado por las llamas.
Respiró profundamente y caminó hacia el que ha sido mi hogar durante más de tres veranos. Detrás de la estructura carbonizada, el mar se agita y golpea la playa como siempre. Un par de surfistas madrugadores caminan por la orilla, como siempre.
Pero hoy no abriré las puertas del café. No podre divertirme creando emparedados extravagantes. No subiré a mi piso para tumbarme a descansar en el sofá.
En este momento tomo conciencia de lo que he perdido. La tabla de surf, el cepillo de dientes, mis pijamas favoritas, el álbum de fotos de mi familia...
Lo he perdido todo. Se me estremece el corazón.
Si digo que esta pérdida no es nada en comparación con las anteriores. Puedo empezar de nuevo, encontrar otro lugar, comprarme otro cepillo de dientes.
Lo que no puedo comprar es una nueva vida. He tenido suerte. Aunque se me parte el corazón me repito una y otra vez que tengo suerte de estar viva a medida que me voy acercando al edificio en ruinas.
Intento entrar, pero un hombre me cierra el paso. Tiene un uniforme en el que se lee que es inspector de incendios; lleva una carpeta en la mano y tiene una expresión tan amable que, por algún estúpido motivo, me hace contener la respiración.
— ¿Es usted la propietaria, jovencita? —pregunta.
Cuando asiento el suspira y se presenta.
—Soy Timothy Adams. Inspector de incendios—dice tendiéndome su mano para que la estreche.
—Marina Allier—le correspondo el gesto.
—Lo siento, señorita Marina, pero el edificio ha quedado irrecuperable—trago saliva y contemplo el lugar devastado.
—Seguro que ha quedado algo—digo esperanzada.
—Posiblemente. Pero no puede entrar hasta que esté apuntalado.
—Pero...
—Sé lo difícil que es—frunce el ceño.
— ¿Lo sabe? —Replico con un repentino enfado—. ¿De verdad lo sabe?
—Sí. Perdí mi casa en los incendios de San Diego. Y todo lo que estaba dentro, incluidos mis dos perros—me quedomirándolo un momento; después cierro los ojos y me doy la vuelta.
—Lo siento —me disculpo llevándome las manos a la cabeza—. Dios, lo siento tanto... Odio esto.
Oigo pasos y abro los ojos para ver a Alberto que corre hacia mí.
—Marina —dice mirándome con desesperación—Creí que ibas a tratar de entrar...
—No puedo, no es seguro—digo.
Le presento al inspector y los dejo hablando mientras me volteo para mirar el desastre.
Recuerdo que tengo un seguro y me digo que no hay nada que no se pueda reemplazar. Excepto los recuerdos.
— ¡Jesús, María y José! —exclama Red al llegar al lugar.
Lleva el pelo suelto y la camisa desabrochada, y como siempre, esta descalzo, pero para mí es lo más cercano a un padre que tengo en este momento.
—Fueron los brownies —murmuro mientras mi tío me abraza—. Oh, Red. Es todo culpa mía...—el me acaricia la cabeza.
—Olvídalo. Lo único que importa es que tú estás bien—me aparto evitando mirar hacia las ruinas.
— ¿Y qué hay del café? —pregunto.
—Sin duda, tenemos mucho trabajo para limpiar este lío y volver a montarlo—dice.
— ¿Volver a montarlo? —frunzo el ceño—No puedo.
— ¿Por qué?
—Porque hace falta dinero—digo.
—Tendrás el dinero del seguro—asegura.
—Pero no será suficiente. Es un seguro barato que sólo cubre las instalaciones; el coste de remplazar todo me va a matar...
—Maldita sea, que te ahogas en un vaso de agua—Red se saca un papel del bolsillo y me lo da lo miro y veo que es un cheque por una ingente suma de dinero.
— ¿Qué es esto? —pregunto sorprendida.
—Es el dinero que has estado dándome durante los últimos cinco años. Hasta el último centavo—contesta.
— ¿Qué? ¿Estás loco? —digo tratando de devolvérselo—No puedo aceptarlo.
—Mira, volveremos a montar el local. Y cuando te recuperes, todo volverá a ser como antes—me quedo mirándolo sin poder hablar y él me acaricia la nariz y se aleja.
No me queda más que contemplar el cheque que tengo en la mano llena de gratitud, desolación y amor.
No estoy sola. Levanto la vista y veo a Alberto de pie junto al edificio, mirándome.
Nunca he estado sola. La idea es tan abrumadora que pido disculpas a todos, incluida Jessica, que acaba de llegar y quiere abrazarme, bajó hacia la playa. Esta franja de arena, mar y rocas ha formado parte de mi vida desde siempre y sigue aquí. Jessica sigue aquí en lo alto de las dunas. Red sigue aquí sin juzgarme, sin pedirme nada salvo que trabaje duro y me limpie la nariz.
Y también esta Alberto.

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Seduceme
RomanceValía la pena romper todas esas reglas por un chico como él. Regla numero uno: Nada de citas a ciegas. Después de haberse enfrentado a muchas citas a ciegas obligada por sus amigas Marina Allier no está dispuesta a volver a tener otra cita a ciegas...