Prólogo

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Una de las partes feas de la vida, es cuando alguien abandona a su propia sangre —o se le es arrancada de forma cruel.

La lluvia torrencial baja por los cielos nublados de Roma, haciendo el entorno más triste de lo que aparenta. La mujer está debajo de una gran escultura de El Ángel David, tan hermosa, que la hace sentir que todo saldrá bien. Las alas de la misma la protegen a ella y al pequeño bulto envuelto en una manta azul en sus brazos.

El pequeño bebé tiene hambre, sus sollozos se escuchan aún con la caída del agua. Son llantos de desesperación, como la que está sintiendo su madre.

La mujer está de pie ahí, temerosa, pero tampoco atendiendo a la criatura en sus brazos. Tan solo está esperando por ese halo de esperanza.

Los ojos azules de la mujer —casi grises—, miran de un lado a otro. Transeúntes pasan a su alrededor con grandes paraguas, otros corren rápidamente buscando un taxi; pero nadie parece estar pendiente de aquel rostro finísimo lleno de miedo.

La mujer cubre con su cuerpo al bebé, si bien no hace demasiado frío, ella aún está preocupada. Apenas es una niña —una mujer en crecimiento—, por lo que no sabe nada de las necesidades del pequeño. Hace tan solo dos días que es madre.

—Por favor, padre mío perdona mi ofensa, ayúdame a salir de esta. Por favor padre mío, escucha mis súplicas y ayúdame. Ave María, socórreme. Padre mío ayúdame...—reza entre labios la mujer.

Una persona creyente reza.

La salvación para aquella mujer menuda y bellísima, es su Dios.

Hasta que lo ve.

La mujer agradece a Los Ángeles, a Los Santos y, a su Dios. Está a punto de correr hacia persona llena de esperanza, hasta que nota que no está solo.

Todo su cuerpo se tensa.

¿Quienes son?

Pero no es necesario que lo pregunte, porque en el fondo, ella sabe más que nadie quienes son.

Ahora tres figuras van hacia ella y toda su esperanza muere.

Sus pequeñas y blancas manos, agarran al pequeño cuerpo con un poco más de fuerza. No quiere el final que se acerca.

Su cabeza con lisos y largos cabellos rubios, se agitan de un lado a otro con la negatividad de la misma. Entre sus labios más oraciones son dichas, repite un salmo completo; aún sabiendo que su Dios... ese su Dios, al final no la escucho.

Un par de zapatos la alcanzan y se postran a su altura.

—Lo lamentó—se disculpan un par de labios.

Labios que ella beso.

Labios a los que ella se entregó.

Labios que ella profano.

Labios, que recorrieron su cuerpo en pecado.

Su cabeza está negando con más fuerza, evitando mirar hacia arriba a ese par de ojos que le prometieron mil cosas y en ese momento no se están cumpliendo.

Y entonces siente el tirón.

La mujer grita, y solo así la gente alrededor la nota, pero también notan al grandísimo Cardenal a su lado, un hombre hermoso con un traje enfrente de ella y, al máximo. Nadie se mete con este último, porque, ¿quién querría meterse con el pez más grande de los diamantes y el mafioso más peligroso en Italia?

El joven de traje —tan bellísimo y apuesto—deja un pequeño beso en la frente de la chica, uno pequeño, lo suficiente para hacerlo ver como la despedida que es.

La mujer tiembla, no de miedo ni de frío, sino de impotencia.

Esos brazos, en los que estuvo tantas veces y la cobijaron, arrancan el bulto en los suyos con fuerza. Los sollozos se hacen más fuertes y el dolor que una madre experimenta cuando le arrancan lo que más ama, se hizo presente.

La mujer cae de rodillas, suplica, llora.

El joven —aquel que ella una vez amo—, le da la espalda y entrega el bulto en manos del Cardenal, el mismo lo toma y desaparece.

La mujer sigue en su posición, rezando, suplicando... implorando.

Entonces, el hombre de traje se va, dejándola con la persona que ha de temer.

Es grande, sus ojos azules son duros y poseen todo el odio del que la habían protegido tras las puertas de un convento. Convento que profano y dejó atrás por un amor.

Un amor que hasta ahora se da cuenta de que no existió.

El hombre, saca de su pecho un arma, pequeña pero peligrosa. Los ojos de la mujer se vuelven pozos vacíos ante la vista de la misma, porque en el fondo sabe, sabe que es su hora.

—En el nombre de Dios, te condeno por blasfemar a la iglesia y blasfemar a mi hijo. Yo te maldigo, criatura del infierno seductora, que con tus trampas has hecho que mi hijo sucumba al demonio; al pecado capital que llaman lujuria.

El hombre cargó el arma.

—Yo te condeno a ti, por blasfemar los hábitos que se te impusieron, tu deber era ser la esposa y servidora de Dios nuestro señor. Tu deber, el de una monja, era salvaguardar la iglesia. Pertenecías a Dios.

—Por favor...—susurro.

—Las mujeres demonio como tú, que con ojos de agua y cabello de oro seducen a los hombres, no deben existir en la tierra. Ahora, seré el cordero de Dios que castiga a los demonios del mundo. Que así sea.

—Por...

El gatillo se apretó.

La sangre en el cuerpo escapa lentamente, los cabellos de oro se tiñeron de rojo carmesí y, el agua cristalina de la lluvia, fue testigo de la limpieza del mundo.

El hombre de traje, sollozaba al fondo. Lamentándose por la pérdida de su amada, demasiado tarde para salvarla; y también lamentando la pérdida del único hijo que ella había dejado de si misma.

Las estrellas más brillantes tienden a morir en silencio, los pecados más atroces terminan por ser redimidos en las puertas del cielo.

Una oración se elevó ante la muerte de un ángel que cometió el error de enamorarse, y Dios la recibió con el amor que merecía en el cielo.

Mientras las lágrimas de un hombre se derramaban, el castigo de otro estaba terminado y la sangre de un ángel se perdía entre las gotas de lluvia, los sollozos de un niño se iban disipando a través de las puertas del Vaticano.

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