Q U A T T O R D I C I

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El sol, era vida. La vida seguía y el destino preparaba sus más grandes trucos para los actos finales, sin embargo, para llegar a cada uno de ellos le gustaba jugar un poco.

Aquella mañana Alessandro despertó con un gran dolor de cabeza y sus ojos estaban pesados. Se habría extrañado si no fuera porque su mente le recordó rápidamente los acontecimientos de la noche anterior.

Un gemido de vergüenza salió de su pecho, fue pequeño.

Después vino el pánico.

No había regresado aquel folder a su lugar.

Como alma que perseguía el diablo se levantó de un tirón y empezó a mirar alrededor de su habitación. Los papeles habían desaparecido, el folder ya no estaba.

Sus ojos grises empezaron a mirar de un lado a otro con miedo. Seguro que alguien entró en el transcurso de la noche y se dio cuenta de lo que había tomado sin el consentimiento de la madre. ¡Era seguro que la mismísima madre se hubiera dado cuenta!

—Oh, Dios. No.

Miro el reloj posado en su mesa de noche y noto que apenas eran las siete treinta de la mañana. El sol apenas se empezaba a levantar en los cielos de Roma, era temprano; podía encontrar una solución antes de que sus deberes en el confesionario empezaran.

Y entonces, su mirada se desplazó más abajo de aquel reloj de mesa.

Ahí estaba: pálido, con manchas đe suciedad y... algo más.

Cuando Alessandro tenía seis años, quería saber como se fabricaba el incienso. La mayoría de las iglesias sólo lo compraba, pero ahí, había un viejo sacerdote que lo hacía. Tenía un pequeño laboratorio detrás del convento en donde guardaba todos sus artículos. Alessandro amaba demasiado el olor, no se explicaba porque. Mientras a la mayoría de la personas lo repelían, él tomaba grandes bocanadas para poder olerlo y disfrutarlo.

El mundo era una bola de curiosidades en donde él, era su principal explorador.

Aquel día, se había escapado de su hora de juegos después de sus clases de gramática. Ya había aprendido todo el abecedario —incluso sabía leer— cosa que otros niños apenas iban iniciando. Con curiosidad se escabulló y llegó al viejo laboratorio. Sabia muy bien que el hombre que lo fabricaba no iba a su laboratorio todos los días; solo iba cada dos semanas durante dos días.

Era un antiguo cuarto de concreto con muchas ventajas y una puerta pesada de hierro. La puerta estaba abierta, al igual que varias ventanas.

Alessandro pudo recordar cómo olía aquel cuarto: humedad, polvo e incienso. Mucho, mucho incienso.

Se había parado en medio del mismo y se llenó de ese olor tan peculiar.

Hasta que lo descubrieron.

Alessandro hubiera rezado porque fuera la madre superiora, incluso el encargado de aquel laboratorio; sin embargo, ese día se dio cuenta de que, algunas veces, el orar no servía.

Su cuerpo se había llenado de escalofríos ese día y su estómago había tenido un extraño espasmo al que figuró como miedo.

Enfrente de él estaba el cardenal. El mismo que lo había azotado por tomar chocolate, el mismo que lo intimidaba y prohibía jugar con los demás niños. El mismo que lo encerraba en un cuarto oscuro y vacío para que pudiera reflexionar sobre sus travesuras.

Para ese momento ya estaba temblando.

El cardenal movió la cabeza de un lado a otro mirándolo airadamente y dijo—: Tsk, la curiosidad mató al gato, niño.

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