T R E N T A Q U A T T R O

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—Feliz el hombre a quien sus culpas y pecados le han sido perdonados por completo. Feliz el hombre que no es mal intencionado y a quien el Señor no causa de falta alguna. Salmo 32.—Recito Alessandro mirando a los niños a su alrededor inclínalos con las manos en posición de rezo.

Miro a cada uno de ellos y los miro con infinita ternura.

¿Quién de ellos podría tener pecados?

Eran almas inocentes, llenas de misericordia y de ingenuidad. Todas y cada una de ellas estaban llenas de paz y felicidad ingenua propia de unos niños. Sabía sin ninguna duda, que ninguno escondió un peligroso pecado... como él.

Se sentía hipócrita el estar rezándoles salmos para la salvación de su alma, cuando el no había sido confesando ni comulgado, desde ella: Gianna.

Había querido excomulgar cada uno de sus pecados al autocastigarse, pero, se había prometido que ya no lo haría. ¿Qué pasaba si ella lo notaba? Si veía aquellas cicatrices feas en su espalda, hombros... manos; algunas veces en su cuello. ¿Qué diría ella? ¿Se sentiría asustada? ¿Amenazada?

Negó con su cabeza ligeramente.

No, no creía en eso. Tal vez ella se sentiría triste o enojada. ¿Quién en su sano juicio todavía practicaba semejantes actitudes y castigos bárbaros?

Yo.

Se coló el pensamiento en su mente.

Odiaba levantarse en las mañanas y verse al espejo. Porque ahora, no solo veía al sacerdote inocente de todos los días, ahora veía la cara del pecado. Ese rostro, lleno de pecado que había inducido a una joven que solo buscaba la salvación del señor; la había tentado, llevado a las tinieblas y también, la había profanado. ¿Qué no debía ser él el responsable de la salvación de ella?

Lo único que había hecho, era llevarla al pecado mismo y la había arrastrado lentamente a los fuegos del infierno y el pecado mismo.

Le había fallado.

Él mejor que nadie debía de llevar la salvaguarda de las almas. Él más que nadie decide impedir el pecado. El mal... lo inmoral.

Se sentía sucio, sí, era más que obvio. Pero no quería parar.

Al igual de cómo se sentía mal, se sentía lleno de dicha. A pesar del peso en su pecho y en su alma, también hay ligereza y un poco de excitación. Sobre todo lo último.

No importaba cuánto quisiera castigarse, tampoco cuanto quisiera rendirse y alejarse del pecado, porque también debía de confesar que el mismo terminaba complaciéndose en las noches, recordando el sabor de los labios de Gianna. Recordando cómo se sintió su cuerpo al roce del suyo —aún que estuvieran totalmente vestidos—. Había tenido experiencias llenas de dicha con tan solo pocos recuerdos. Y adoraba con absoluta vehemencia cada uno de ellos.

Entonces, ¿era por eso que ella no salía de su mente? ¿Tan mal estaba?

Por qué justo ahora la estaba viendo.

Sus alucinaciones por la falta de sueño ante el pensamiento de sus pecados, estaban cobrándole factura, por qué a pesar de estar de día en la realidad, ¿ella estaba ahí?

O era que...

Jadeó.

Lo primero que sintió fue que estaba loco, para después creerse un obsesivo. Pero ahora mismo, viendo como la madre superiora se acercaba a ella y la saludaba con un cálido abrazo, se sintió en otro mundo. Se pellizcó un par de veces porque no sentía que nada fuera real. Tal vez se había quedado dormido otra vez, después de haber culminado el nirvana del placer la noche anterior.

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