—Las enseñanzas de mi Dios, mi pastor, me llevarán al edén. Solo Dios puede juzgarme, solo Dios puede castigarme, solo...
—Para, ¿qué estás haciendo?—Lo detuvo el Cardenal.
Alessandro alzó su mirada gris y miró fijamente al mismo. Había estado recitando aquella oración cada mañana, tarde y noche que él lograba recordar. Los ojos viejos y cansados de él Cardenal, lo miraban fijamente con una interrogante.
Alessandro torció un pequeño gesto —tan delicado— que el Cardenal no pudo deslumbrar. Eso era bueno, si se hubiera dado cuenta de ello, ahora mismo Alessandro estaría recibiendo azotes.
—Me disculpó—murmuró Alessandro bajito—, mi oración es demasiado ruidosa, supongo.
—Supones bien.
El Cardenal tomó asiento a su lado. Eran las cuatro de la tarde en Roma, hacía un día precioso. Como era de esperarse, Alessandro estaba postrado de rodillas ante una gran cruz colgada en medio del gran salón magistral; rezaba su oración de cada día. Procuraba siempre estar solo cuando la hacía —o al menos eso intento.
Jesús desde la cruz, miraba hacia abajo a los dos hombres con pena —aún sin querer hacerlo— pues, era una figura de yeso, ¿cómo el yeso podría cambiar de expresión al menos que fuera moldeado? Y aun así, la mirada de aquella figura miraba a las otras dos. Uno era cansado, viejo y lleno de pecados a través de la mirada. Él otro era joven, bellísimo, con un par de ojos grises puros y limpios; ojos que estaban protegidos de la maldad y crueldad de la humanidad.
—Mañana cumples veintiuno—mencionó el Cardenal—, ¿hay alguna cosa que desees?
Alessandro miró hacia los grandes ventanales que poseía aquella sala.
Salir de aquí... cruzo vagante por su mente, sin embargo, no lo dijo.
Negó con la cabeza.
—Desear cosas no son el mandato de Dios. Si mi señor quiere que tenga algo, me lo enviara por su divina intersección. Que así sea. —Terminó Alessandro haciendo la señal de la Cruz en su cuerpo.
—Amén. —Contestó el Cardenal.
Ambos miraron un poco más la figura de yeso ante ellos. Aquella figura tenía más de quinientos años con ellos. Había sobrevivido a tantas cosas, que era un milagro divino que siguiera entera y sin ninguna abolladura. Aquella figura había visto cosas aberrantes. Tal vez era por ello que, en aquella figura en especial, se viera una cara de tristeza inmensa. Más tristeza de la que se hubiera visto en otro lado.
—¿Alguna vez se ha preguntado si está triste por nosotros?—Pregunto Alessandro.
El Cardenal lo miró atentamente. Él era bellísimo. Podía recordar vagamente ese rostro cubierto de gotas de lluvia con cabellos de oro lisos, pero también recordaba con fervor el rostro de él. Era tan parecido y a la vez tan diferente.
Aun mirándolo, viendo aquel rostro bellísimo con signos de culpa, contesto—: Nuestro Dios no podría estar triste por nosotros, él nos ama aún si arrastramos pecados. Yo no creo que esté triste por un alma como la tuya, Alex.
Alex.
Nadie lo llamaba Alex más que aquel hombre viejo y cansado. Todos en el Vaticano se llamaban hermano. Todos en ese lugar eran hermanos. Había excepciones. Al Cardenal a veces lo llamaba tío, porque Alessandro recordaba que él lo cuidaba como uno, todos estaban un poco extrañados ante la preferencia del Cardenal a con él; pero nadie tenía derecho de juzgarlo más que el Papa o el mismísimo y altísimo Dios.
Alessandro no pensó que ese mote —ese preciso pequeño nombre— guardaría grandes significados para aquella alma vieja.
Con un movimiento ligero y elegante, Alessandro se levantó. Sacudió con ligereza su sotana café, tratando de quitar el rastro inexistente de arrugas en la misma. El Cardenal lo miró más atentamente.
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Votos Prohibidos ©
RandomUn devoto, un amor y una confesión. Aun los más santos se van al infierno. ¿Si quiera merece ir al averno? No, un ángel como Alessandro no lo merece. Y tu, ¿te confesarias con él? #1 No apta para menores [100601] #122 prohibido [190811] #100 inocen...