C I N Q U E

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Eran las once de la noche.

Aún era veintinueve de junio.

Mientras la luna brillaba en aquella noche de Roma, Alessandro estaba vestido con una elegante sotana negra nueva. El color de la tela brillaba en las luces del Vaticano, mientras caminaba hasta el templo mayor.

También llevaba zapatos nuevos de vestir, de charol negro y brillante. De su cuello, colgaba una cruz de plata preciosa. Desde que tenía memoria, la había tenido. Muchas veces había tenido pensamiento sobre él quien se la habría dado. El Cardenal no pudo haber sido y, la madre superiora le había negado el hecho de habérsela dado. Solo tenía una opción: sus padres. Era por ello, que esa cadena por muy hermosa que fuera, solo la usaba en ocasiones especiales; temía demasiado perderla —en caso de que sus sospechas fueran ciertas y fuera legado de sus padres. Pero esa noche, era especial; aquella y las venideras.

Cuando llego al templo mayor, estaban reunidos todos aquellos hermanos de la orden. Se encontraban los grupos de monjas de todas las edades, los sacerdotes más viejos, los Cardenales, obispos y arzobispos. Todos ahí, a excepción del Papa.

Si bien era la figura de mando dentro del Vaticano, no podía asistir al recibimiento de todos y cada uno de los sacerdotes que se recibían en aquel lugar. Pero, estando rodeado de tanta gente, se sentía bien... incluso un poco contento y con nervios.

Mientras caminaba por aquel pasillo hasta al altar de aquel templo, todos estaban pendientes a sus movimientos. Era tan normal su caminar, que no se sabía —ni siquiera se notaba un poco— que Alessandro tenía verdugones a carne viva en su espalda (diez en total). La tela negra de la sotana, escondía aquel hecho aberrante. El rostro del muchacho, era una máscara impasible. Aquellas heridas debieron ser dolorosas —y aún si así fue el caso— Alessandro nunca mostró algún signo de dolor. Estaba normal, sin muecas... nada.

Cuando estuvo a la altura del altar, el obispo se paró, se inclinó a él y le entregó aquella hostia que consagraba aquel encuentro con Dios. Alessandro tomó la mano del mismo y depositó un beso en ella, diminuto, en señal de respeto. Acto seguido, la ceremonia empezó.

—Amo a Dios sobre todas las cosas, las enseñanzas de mi Dios, mi creador; me han llevado al camino correcto—empezó a recitar con voz gruesa y segura—. Ante Los Ángeles, los Santos y los presentes, prometo amar a Dios sobre todas las cosas. Prometo respetar estos votos que se me han impuesto y prometo ser su siervo, cumplir su mandato y palabras. En la salud y la enfermedad, en el bien y el mal, en la riqueza y en la pobreza. Por los siglos de los siglos, amén.

El obispo escuchó las palabras del joven. Altas, claras, sin vacilación alguna. Se sentía orgulloso de aquel Niño de ojos divinos, sentía cómo se estaba convirtiendo en hombre, al entregarse a Dios. Cuando Alessandro se arrodilló ante él, fue la hora de bendecir aquel anillo tan rechazado por Alessandro. Iba a tomarlo como signo de devoción a su Dios, como signo del compromiso en santo matrimonio ante él y solo por él. Lo recibiría por compromiso, pero se desharía de él tan pronto como le fuera posible.

Mientras el agua bendita caía en aquella joya de oro macizo, la gracia de Dios caía de igual manera ante aquel ángel arrodillado.

Se dijeron varias oraciones más.

Se recitó la palabra de Dios en forma de evangelio, para al final, bendecir al muchacho y darle aquel anillo signo de devoción —mismo que fue puesto en aquellos dedos largos, delgados y suaves.

Y solo así, estaba hecho.

Alessandro ya era sacerdote, padre... esposo de Dios y siervo. Cumpliría su mandato como se le enseñó toda la vida y morirá por cumplirlo hasta el final de los tiempos. Nadie, ni siquiera el mismo diablo, lo sacaría del camino que se había impuesto.

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