Calientes (parte 1)

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Si tenía que describir con una palabra en ese momento a Rukawa, la única que se le venía en mente era caliente. Lo ponía tanto sentirlo tan deseoso, brusco y desesperado por su cuerpo que olvidó la burla, el dolor y desprecio que le regaló horas antes. En todos sus encuentros Rukawa nunca se mostró tímido, pero ahora estaba realmente desinhibido. Tras cerrar la puerta de la habitación el pelinegro lo aplastó y encerró entre sus brazos contra la madera, mientras mordía el cuello de Hanamichi que se dejaba hacer. Mientras disfrutaba la lengua caliente y los dientes agresivos que arañaban su piel, le estrujaba con las palmas abiertas las nalgas por dentro de la ropa interior, sintiendo la carne firme y suave, ya anhelante de enterrarse entre ellas, palpitando el orgasmo que necesitaba. Lo tomó de los cabellos con rudeza, acercándolo a su boca para besarlo, sorberlo, morderlo. En ese momento Rukawa era suyo y solo suyo, no desperdiciaría un instante lejos de esa boca maldita que lo había embrujado. Agitado y con la mandíbula adolorida -e inflamada por el puñetazo- lo fue empujando hasta la cama, y hasta no tenerlo totalmente recostado no abandonó sus labios. Se paró para quitarse el boxer mientras vio satisfecho como Rukawa se quitaba el suyo, dejándole ver su cuerpo al desnudo. El pelirrojo sintió como toda la sangre se concentraba en su miembro, acalambrándolo de deseo por ese cuerpo excitado exhibido y dispuesto ante él. Se masajeó él mismo su erección mientras lo contemplaba con los ojos oscuros por la pasión. Quería ya mismo tomarlo y sentir el calor abrasante, y lo haría. Nada de juegos se dijo, y se lo haría saber. Lo acorraló entre su cuerpo y el colchón refregando sus caderas, simulando embestidas. Con una sola mano le abrió las piernas y se posicionó con su miembro muy cerca de su entrada, apenas rozándola, dejándole sentir la humedad de su punta.


Rukawa gimió alto, y Hanamichi pudo ver que prácticamente dejó de respirar mientras esperaba que lo penetrara de golpe, como había sucedido tantas otras veces, dañándolo en su ansiedad. Por un fugaz segundo se sintió tentado de lastimarlo a propósito, pero su corazón enamorado no se lo permitió, por mucho que creyera que lo merecía. Rukawa lograba que Hanamichi cambiara constantemente de parecer, debatiéndose entre herirlo o atesorarlo, entre odiarlo o amarlo.


-Tranquilo, zorro. Vamos a pasarla bien los dos- le susurró con lascivia mientras ensalivaba sus dedos.


Metió dos con prisa, sintiendo la resistencia que ese anillo carnoso oponía a la intromisión.


Tan caliente, pensó Hanamichi maravillado mientras ganaba velocidad y profundidad en sus movimientos.


Rukawa elevaba sus caderas pidiendo más, tratando de acelerar el ritmo, y tan concentrado estaba Hanamichi en su labor que no vio cuando el pelinegro se comenzó a masturbar desesperado, quedando al borde del orgasmo. Podía sentir como el interior del zorro se tensaba anunciando el clímax, y no pudo esperar más. Arrodillado frente al chico que no dejaba de tocarse lo atrajo hacia sí y se metió de lleno en él, derritiéndose en el acto.


Rukawa se arqueó mientras expulsaba pequeños chorros de semen, y Hanamichi se contuvo para no terminar también, quedándose quieto allí dentro, controlando su acelerado corazón. Amaba las contracciones sobre su pene, amaba sentir como Rukawa gemía y acababa por obra de sus manos. Cuando pudo ver el azul de sus ojos le dio un beso fugaz y comenzó a embestirlo sin ninguna delicadeza, sujetándolo con fuerza de las caderas para que no se alejase.


Hanamichi no podía apartar la mirada de su miembro enterrándose profundo en Rukawa. Lo tragaba entero; encajaban como dos piezas de rompecabezas. Era tan sexy, tan perfecto, tan obsceno, tan caliente...


En cada embestida dejaba todas sus energías, deseando llegar profundo en su cuerpo, ya que en su corazón no podría jamás.


La erección del pelinegro volvió, y Hana se sonrió satisfecho de ponerlo en ese estado. Era claro que Rukawa jugaba con él, pero era claro también que le gustaba hacerlo con él. Un consuelo para su apaleado ego al menos, pensaba.

Del Odio al AmorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora