Keiko

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A sus diecisiete años, y a días  de cumplir la mayoría de edad, Keiko Amiya era hija problemática  a ojos de sus padres, y alumna problemática a ojos de sus antiguos profesores, pero ella pensaba en sí misma como una chica que no estaba hecha para seguir las reglas impuestas por nadie, y menos por adultos agriados que sólo le exigían disciplina y respeto porque sí. A pesar de que no le costaba nada el estudio, había repetido un año, y ése era el único detalle de su vida que lograba ponerla de mal humor. Hija única y consentida, conseguía todo lo que deseaba, y lo último que quería era mudarse a esa pequeña prefectura en el último mes del año escolar, pero había sucedido, y por más berrinche que hizo no le quedó más opción que meter su vida entera en un par de maletas y seguir a sus padres.  Siquiera había escuchado hablar de Kanagawa, y allí estaba ella: rodeada de compañeras de clase aniñadas y compañeros que parecían de secundaria baja, y con cero chances de destacar en cualquier actividad antes de finalizar el ciclo lectivo y hacerse un grupo acorde a sus preferencias y exigencias.
Añoraba Tokio con sus  ruidos,  sus multitudes, la vida nocturna diaria que siquiera terminaba al despuntar el sol, sus amistades, y por supuesto a Kai, el chico con el que salía hasta el día que tomaron el avión y cayó en esa ciudad pequeña, del interior en su opinión.

Calculó que tenía algo así como dos horas antes de ir a buscar la respuesta de la boca sexy del pelirrojo que llamó su atención desde el primer día que pisó el salón. Recordaba  a la perfección la llegada tardía de su nuevo compañero, que irrumpió en el aula como si no estuviera llegando diez minutos tarde, y se acomodó en su privilegiado lugar ignorando los retos del profesor, como si fuera cosa de todos los días. Sus ánimos, que ese día eran bajos tras ver el grupo de estudiantes con quienes le había tocado coexistir , mejoró al instante al ver al fornido chico. Ese sí que era un lindo ejemplar de hombre, y por lo visto rebelde,  como le gustaban a ella. Era bastante más alto que Kai, le estimaba cerca del metro noventa, y le encantó. Con su metro setenta y cinco, Keiko se  sentía incomodísima con hombres de corta estatura, y tenía la desgracia que, el japonés promedio, era bajo.
No pudo unirse a ningún club luego de clases, pero tras una  solicitud enérgica de su madre alegando que no podían privarla de ejercicio físico indispensable en su desarrollo, la dejaban unirse a la pista de atletismo o a las horas de natación. Prefería nadar, pero se decidió a correr un poco, no quería que su cabello oliera a cloro justo ese día,  y podía holgazanear un rato largo en las gradas tomando un poco de sol hasta que el profesor reparara en ella y la mandara a estirar con el resto.
A Keiko, el  lado tímido de Hanamichi la había desencajado por unos segundos, pero supo ocultarlo a la perfección con sonrisas y coquetería, fiel a su estilo. Hanamichi parecía  inmune  a todos los intentos por llamar su atención a lo largo del mes, y a Keiko no le pasó inadvertida la mirada extensa que le dedicó  a sus piernas más temprano -y a ella en general, como si fuera la primera vez que la veía,  y como si le gustara, claro-. Keiko estaba acostumbrada a captar las miradas masculinas desde joven, y si bien no explotaba su feminidad vulgarmente, sí era coqueta y le gustaba verse bonita y natural al mismo tiempo, para quienes ella desease, por supuesto.
Mientras miraba sudar al equipo de atletismo recordaba la piel que tocaron sus labios, y la mano grande y temerosa que tomó la suya, y se preguntaba qué se sentiría tener esa mano recorriendo su cuerpo despojada de timidez. Hanamichi le gustó desde el inicio, y luego de ver que no la registraba y enterarse por compañeros que era deportista y tenía novia, había perdido un poco el interés.  No le iba eso de ir tras chicos ocupados -por así decirlo-,  y menos gastar energías en un hombre que no se fijaba en ella estando en la misma habitación, por más que hubieran una treintena de personas más. Así y todo, no le sacó el ojo de encima, era el único objetivo atractivo digno de mirar en las cinco horas diarias que pasaba encerrada. Observarlo ensimismado, siempre enérgico, a veces malhumorado por nada, otras alegre sin motivo, despreocupado por todos alrededor, irreverente con la autoridad… Era cautivante, y ni hablar del físico que se echaba encima. Una vez, curiosa por verlo jugar un rato, se había acercado a los entrenamientos de básquet cuando estaban finalizando, y quedó fascinada cuando , acalorado, se quitó la musculosa dejando ver un masculino y marcado cuerpo que ella ya intuía. Era un hombre en toda regla, cualquiera le daría más que los dieciséis  años que cargaba.  Cuando estalló la noticia de que la novia lo había dejado por un compañero de equipo, supo enseguida que seguro había sido por el chico alto de pelo negro y ojos azules que vio ese mismo día. Resultó llamarse Rukawa, y admitía que era otro perfecto ejemplar que se ajustaba a sus estándares, pero el pelirrojo ya la tenía embobada y le parecía perfecto para ella, y lo quería para él. Se decepcionó tras el largo periodo que desapareció de la escuela tras la noticia. Se imaginaba que estaría llorando con el corazón roto, y no le gustaban los blandengues sensibles, por más apariencia de macho alfa que portasen. Escéptica lo vio volver a clases, y sus deseos de comerlo reaparecieron cuando puso en su lugar a la sarta de vírgenes estúpidas que tenían por compañeras, con la mirada y voz cargada de desprecio y rabia, inmune al espanto que provocaba en todos.
Tal muestra de agresividad la había decidido a conquistarlo, pero se veía más y más lejano a cada intento de acercamiento.  Llegaba último y se iba primero... Ese mismo mediodía, se quedó llamándolo como una idiota en medio del salón, pero el pelirrojo pareció no escucharla, o peor aún,  ignorarla. Pensó en darse por vencida -herida en su orgullo-, pero una última mirada a la espalda ancha que desaparecía por la puerta del salón la hizo desechar la idea por completo. Ese chico no se le iba a escapar, y ése tenía que ser el día.  En el baño retocó su cabello y maquillaje, y una vez lista fue a buscarlo al gimnasio donde sabía estaría.  El resto había sido pan comido.
La ansiedad le decía que tendría que haberse quedado  a verlo entrenar,  pero no deseaba ser una molestia ni parecer desesperada. Sabía que lo tenía, era cuestión de esperar. ¿Qué mas daba un par de horas más?

Del Odio al AmorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora