Parte sin título 34

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 Quizá su difunto abuelo le contagió a Luna de sus locuras y ahora él se deja contagiar por ella, especula Alejandro acercándose a Maru quien mira pensativa hacia un grupo de niñas bailando

—Discúlpame por lo de esta tarde. —acerca una silla, sentándose a su lado. -¿Y Samuel?

—Aprovechando, al igual que tú, la abundante variedad femenina del lugar. —indica hacia el montón de chiquillas que se entretienen dándole de comer en la boca, extasiadas por el rojo de sus cabellos y el verde de sus ojos.

—Ingratos que somos los hombres. —la secunda, tratando de ignorar el dolor de sus piernas y costillas. —Nos olvidamos hasta de nuestra propia madre, por una cara bonita. —a pesar de tener ambas manos vendadas, se nota que Samuel la pasa muy bien. —Más aún si son varias. —la molesta a propósito.

—Cada ladrón, juzga por su condición. —lo acusa, como siempre que se le presenta la ocasión.  —Se nota que eres un mentiroso. —se fija en sus dedos sin anillo. – ¿Tanto te gusta brizna que escondiste tu sortija de compromiso?

—Me parece encantadora. —afirma sin vergüenza. —Hecha justa para mí: Amable, emprendedora, gentil, cordial, muy educada. –se deshace en elogios, al mirar sus ojos encenderse como un tizón en medio del fuego.

—¿Y Jacqueline? —necesita hacerlo volver a su realidad.

—Está lejos, disgustada y al igual que tú, creyendo lo peor de mí. —deja de bromear. —En mi juventud fui un loco tarambana, conquistador despreocupado. Tenía como cinco novias a la vez —enumera uno, a uno sus defectos, como si hablara de otra persona. —Vivía de farra en farra, lo único importante era mi propia satisfacción. A las mujeres la usé cuál pasapalo para acompañar los tragos hasta que me enamoré de Beth.

—¿La pelirroja del video musical? —recuerda lo alegre y compenetrados que se veían juntos. Con ella, en cambio, es como aceite y vinagre

—Era tan centrada, ecuánime, glamorosa. —se queda sin palabras para describirla. —Poseía los modales de una reina y la sencillez de una sierva. –evoca melancólico. —Me transformó de un desquiciado, sin remedio, a un hombre con proyectos, planes, sueños definidos.

Está acostumbrada a oír a los hombres despotricar de sus antiguas parejas al intentar congraciarse con ella. Por eso la conmueve que confiese espontáneo, cuánto la amó. Olvidando su actitud anterior, acaricia enternecida la rapada cabeza y su rostro sin afeitar. –Lamento mucho haberte juzgado mal, nunca me cansaré de agradecerte por habernos salvado a mí y a Samuel.

—Cuando me confesó su embarazo, me convertí en el ser más feliz del planeta. –ignora su disculpa, pensando en su amenaza anterior. No comprende cómo se puede amar y odiar a la vez.—Vivía para cuidarla, me horrorizaba siquiera pensar que algo pudiera pasarle. —aún le afecta su pérdida. —Creí fallecer junto con ella, cuando murió en aquel absurdo accidente. —suspira dolido.—Nos casábamos al siguiente día, sus padres llegarían de Francia para la boda. Todo se preparó para que yo fuera a buscarlos al aeropuerto. —explica lo que lleva años repitiendo en su mente.—Me negué a que manejara, dado lo avanzado de su gestación, tenía ocho meses. —los años, no merman su sensación de impotencia. —A última hora se presentó un inconveniente, tuve que salir a resolverlo, momento aprovechado por Beth para darme la sorpresa. —baja apesadumbrado la cabeza. —Tomó mi auto porque era más rápido y potente que el suyo, en la autopista se le fueron los frenos, volcó cayendo por un barranco.

—¿No te pareció extraño que le fallara algo a tu carro? —los sorprende Luna apareciendo por detrás. Cerca de ellos, tiene rato escuchando la conversación. –Según Adolfo, eres un fanático de las máquinas, aseguraba incluso que a lo único que le dedicabas más tiempo que a Elizabeth era a tu automóvil.

—A pesar de los informes de tránsito, siempre he creído que fueron fallas humanas y no mecánicas las causantes de la tragedia. —expresa lo que lleva siete años presintiendo.

—Los frenos fueron manipulados, para que murieras en el accidente. —puntualiza su teoría. —mientras fuiste un irresponsable, no representabas peligro alguno para tu padre, estaba seguro de que Adolfo jamás dejaría el patrimonio familiar en manos "Tan despreocupadas". – usa el calificativo menos ofensivo,  para no herirlo más. —Pero luego de tu compromiso, estando a punto de casarte, cambiaría de opinión, legándote toda su fortuna, por lo antagónicas que fueron siempre sus relaciones con Mario.

—¿Por qué a él y no a sus hijos? —interviene Maru.

—Ninguno la quiere. —aclara rápido. – La consideramos una maldición,  no deja vivir en paz a quien la posea.

—Con ella ayudaría más a su gente. —insiste.

—Ya estoy vieja y cansada para buscar mortificaciones innecesarias. —no quiere nada con la causante de su mayor perdida. —Adolfo nos dejó a cada uno suficiente para salir adelante y enseñar a nuestros descendientes el valor del trabajo, como máxima para librarnos de la terrible maldición Murray.

—¿Cuál pecado tan grande cometimos nosotros, para ser castigados? —nunca imaginó llegar a considerar su herencia una maldición.

—Adolfo siempre estuvo pendiente de ti. —Por primera vez, habla de él en pasado. –Pero luego de la muerte de tu mujer, te encerraste en tu mundo particular. Donde ni a él que se consideraba tu mejor amigo, dejaste entrar. —sabe cuánto lo afectó su rechazo. —Fue poco antes del último atentado, cuando decidió dejarle todo a los dos. —evoca emocionada sus planes. —A ti quería sacarte del barrio, convertirte en la princesa guerrera, valiente, tenaz y optimista que Ernesto siempre soñó. —sujetándola con ternura por los hombros, busca animarla. —Y a Ale, deseaba más que nada en el mundo, enseñarlo a perdonarse, olvidar sus culpas injustificadas y empezar una nueva vida, con una compañera idónea a su lado.—dándose cuenta de que ha hablado más de lo necesario, se queda callada. En el preciso instante, se acerca Brizna como si hubiese  esperado, una señal de Luna para intervenir.

—Te vi bailando con nuestra anfitriona, me sorprendió que un hombre educado en Europa conozca nuestros ritmos. —tirando alegre de su mano, pide: - ¿Me concedes esta pieza? ¡Por favor! —sonríe feliz,  al Alejandro dejarse llevar sin resistencia.

—Cuéntame tu secreto. –indaga, comenzando a bailar. —¿Pasaste de ser la guardaespaldas del abuelo, a la de Luna?

—Siempre lo he sido de ambos.—le extraña su pregunta. –Pero desde que Don Adolfo se fue, me dedico por entero a ella.

−¿Se conectan electrónicamente para oír sus conversaciones y sacarla de apuros?

—Más o menos. –sintiéndose descubierta, pasa los brazos por su cuello. —ambos han sufrido innumerables atentados, es mi deber mantenerme alerta para protegerlos. – baila con gracia a su alrededor, haciendo alarde de su hermosura y donaire.

—¿Sospechas de Mariana o de mí? – siguiendo los pasos previstos la acorrala fingiendo atacarla. Se acerca y separa, repetidas veces. Aunque el dolor no le permite moverse con más soltura.

—Para nada. –afirma complacida de tenerlo tan cerca. Llama mucho su atención los transparentes y profundos ojos azules. –Pero además soy, su dama de compañía, la encargada de arreglar las cosas cuando ella suelta una de las suyas, como hace un instante.

— ¿Cuándo te ocupas de tus propias necesidades? –la toma por el talle y la pega a él.

—Les debo cuanto soy: Me educaron para ser autosuficiente; fui entrenada para ayudar a los demás, protegerlos, enseñarlos a superarse; volverse personas útiles así mismos y a su comunidad. —se atreve a acariciarlo con suavidad en el rostro. —Además, gracias a ellos  tengo la oportunidad de estar bailando, con el inalcanzable heredero de los Murray. —se empina rozando sus labios, pero él no le corresponde. –Lástima que esté enamorado de otra. —bailando, se ocultan detrás de los árboles. —De todas maneras. Me gustaría conocer el sabor de tu boca, antes de partir a Colombia. —pide sin reservas. —No sé, si vuelva a verte después.

—Déjate de malos pensamientos. –borra sus dudas. —Claro que seguiremos en contacto. –trata de animarla. –Serás mi entrenadora personal, para ayudarme a recuperar. —recostándola del tronco de un frondoso Guásimo, complace su petición. —Tampoco tienes que pedir algo que también yo deseo. –cerrando los ojos, la besa; sin embargo, es otro cuerpo y otra boca la que evoca su mente: "Maru ¿Por qué no puedo apartarte de mí?"

MarianaWhere stories live. Discover now