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Concepción, Chile.
Domingo 12 de marzo de 1978.

Puedo recordar con absoluta claridad el día en que mis padres me dijeron que mi matrimonio ya estaba concertado. En ese entonces, como una niña de diez años, me hacía mucha ilusión conocer a mi príncipe azul y que juntos viviéramos la historia de amor que tantas veces me habían contado que ellos vivieron.

Mis abuelos, al igual que hicieron con ellos, también pactaron su casamiento; una muy inteligente y provechosa unión de sus prestigiosos bufetes de abogados, aunque todo pareció irse por la borda cuando Tomás y Melanie, nada más cruzar un par de oraciones, se odiaron. Sin embargo, bien dicen que del odio al amor hay un solo paso, y así fue con ellos. Obligados a estrechar su relación, comenzaron a verse de forma paulatina, de ese modo, una chispa creció entre ellos y, poco a poco, se convirtió en amor. Un amor que hasta el día de hoy sigo viendo en sus ojos cada vez que se fijan en el otro.

Nunca he sido de esas personas que se quejan sobre su vida o se lamentan por las situaciones que viven; cada noche me duermo sobre una cama cómoda, tengo un techo sobre mi cabeza, mi estómago nunca está vacío y mis padres me aman. Son sólo las tradiciones que siguen, las que me hacen cuestionarme la vida que tengo gracias a ellos y la estabilidad económica que gozamos.

No puedo creer que aún en pleno siglo XX mantengan lo de los matrimonios arreglados, está bien, el suyo lo fue y terminó de buena forma, pero el mío no tiene por qué ser de ese modo también.

Su historia de amor dista mucho de la que me imagino teniendo algún día con Ignacio. Ellos tuvieron su final feliz, que es para nada lo que me imagino tendré con mi novio/prometido/futuro esposo y padre de mis hijos, como suelen recalcarme cada vez que hablamos.

Porque el problema es, que mi príncipe azul es más bien un sapo.

Ignacio era guapo incluso de pequeño, con sus mejillas gordas y rosadas, y recién comenzando a mudar sus dientes de leche, atractivo y todo, nunca logró gustarme. Nunca he logrado imaginarme saliendo con Ignacio, mucho menos compartiendo mi vida con él. A pesar de que algún día acabaríamos siendo marido y mujer, había algo en él que me gritaba «no». Quizá sea su forma de ser tan... perfecta o lo correcto que se comporta en frente de todos. El punto es que, si no me hubiese invitado a que cenáramos juntos, justo en frente de mis padres, con gusto habría rechazado su propuesta.

Sin embargo, al mirarlo sentado frente a mí, no puedo evitar pensar que mi mente es demasiado imaginativa e Ignacio es un buen chico, tal y como siempre me lo ha demostrado. Nuestra cita marcha perfecta, al igual que todo en él. Me ha traído a un restaurante que sabe yo amo, y la conversación no ha parado de fluir entre nosotros. Con cada palabra que cruzamos, y cada minuto que pasa, quiero golpearme por estar tan equivocada sobre él.

Todo va tan bien entre nosotros, que cuando por curiosidad miro la hora, ya pasan de las diez de la noche y debo apresurarme en volver a casa, no quiero preocupar a mis padres por volver muy tarde, aunque sepan con quién estoy. Al decirle que debemos dar por terminada nuestra velada, creo que se despedirá sin más, pero, nuevamente, es todo un caballero y quiere acompañarme a casa, para que llegue segura.

Así que acepto.

Gran error, pienso mientras, en vano, intento que entre en razón y saque sus manos de encima de mí.

-No es divertido, Ignacio, déjame ir -pido, notando que la voz me falla a medida que su cuerpo aprisiona el mío contra la fría pared del oscuro callejón al que me arrastró de forma violenta.

-Sólo déjate llevar, Rosie, no es tan complicado -responde, sus manos vagan por mi cuerpo sin mi permiso y con su boca besa y mordisquea donde le da la gana.

Alguien Que Amaste (Serie Más Humanos Que Dioses 1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora