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-Ya sé cómo funcionan estas locomotoras –dijo el señor Faith con acritud-. En todo caso, me vendrá bien bajar a dar un paseo, lejos de mozos descarados.

-Iré con usted –dijo Tom, levantándose.

-Prefiero ir solo. –el señor Faith se limpió delicadamente la boca con la servilleta, cogió el maletín de su regazo y se puso en pie-. Adiós, muchacho.

El señor Faith dejo dinero sobre la mesa y se marchó, con la cadena sujeta siempre a su muñeca. Tom conto rápidamente el dinero necesario para pagar la tortilla y salió tras el señor Faith.

Lo encontró en el descansillo que había entre el vagón-restaurante y el primer coche cama, esperando a que se detuviera el tren. El estrepito y los chirridos de las ruedas impedían hablar, por lo que Tom sonrió al señor Faith y se puso a mirar por la ventanilla. El tren se detuvo en una pequeña estación de ladrillos rojos. Dermont, el mozo joven, abrió la puerta, retiro la rejilla metálica que cubría los escalones, y descendió al andén.

- ¡Quince minutos de parada! –grito, al tiempo que el señor Faith bajaba rápidamente del tren.

Tom alcanzo al señor del maletón en el andén y anduvo a su paso.

- ¿Qué tal? –dijo alegremente-. ¿Verdad que el aire de las montañas huele bien?

Ninguna respuesta.

- ¡Eh, mire esos picos! –dijo Tom, señalando las cumbres nevadas que brillaban en el aire limpio-. ¿no le gustaría subir hasta allí?

El señor Faith hizo un giro rápido hacia la izquierda, salió del andén, se metió entre dos coches que había en el aparcamiento de la estación y apresuro el paso. A Tom le pillo a contrapié, pero echo a correr tras el hombre y le alcanzo cuando entraba en una calle de viejas casa de madera.

- ¿Por qué va usted a Vancouver? –pregunto Tom.

El señor Faith se detuvo y miro a Tom. Se produjo una larga pausa, en la que solo se oía el chirrido de un columpio en un jardín cercano, y luego al señor Faith sacó una moneda del bolsillo.

- ¿Por qué no va a tomarse un refresco? –dijo, ofreciéndole la moneda.

-Gracias, pero aquí no veo ningún café.

El señor Faith se volvió impaciente, mirando la calle arriba y abajo.

- ¡Allí! –dijo triunfalmente, señalando hacia un viejo edificio con un parpadeante anuncio de neón que decía CAFÉ.

-Tiene un aspecto horrible –dijo Tom, mirando al café-. Me da miedo ir solo.

-Vamos –dijo el señor Faith, tomando a Tom por el brazo-. Le compraré un refresco y así me dejará en paz.

Tom no estaba dispuesto a dejarlo en paz, aunque no dijo nada. Pegándose como una lapa al señor Faith, estaba sometiéndole, deliberadamente, a una presión mental que posiblemente, le haría saltar en el momento menos pensado. Si el hombre del maletín cometía algún error, a lo mejor, podría conseguir Tom la prueba definitiva.

El señor Faith abrió la puerta del café y se encontraron dentro de una habitación oscura que olía a comida rancia. Tom parpadeo tratando de ajustar sus ojos a la oscuridad, y vio una camarera que llevaba el uniforme muy sucio.

- ¿Del tren? –pregunto-. ¿Qué desean?

-Un refresco para este joven –dijo el señor Faith -; para mí un café, si está caliente y es de hoy.

La mujer miro con enfado al señor Faith y se volvió para abrir un ventanuco que daba a la cocina.

- ¡Un refresco y un café! –grito, y volvió a cerrar.

Asesinato En El Canadian ExpressDonde viven las historias. Descúbrelo ahora