Capítulo 37: Adiós

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Gritos de dolor se escuchaban en la única habitación con luz, la Muerte había tornado su mano en color negro volviendo sus dedos en puntas filosas con las cuales rasgaba y penetraba la piel de Lamec.

Uno, dos, cinco y hasta los diez dedos son los que usaba para perforar sus riñones, estómago, vaso, abdomen y cualquier parte de su cuerpo mientras grababa sus alaridos en los que imploraba piedad.

—¡Detente! —incluso su sangre se hacía presente saliendo por su boca.

—¿Eso quieres? —sacó las garras de por un costado de su abdomen.

—¡Si! —soltó en un alarido penoso.

—Adir también lo quería —dice dando un rasguño veloz en el pecho del mayor.

La joven se alejó un poco sin dejar de estar frente a Lamec, quien jadeaba de cansancio y dolor.
Desapareció la negrura de sus manos dejándolas sólo cubiertas de la sangre del mayor, luego sacó de entre su ropa otro puñal.

—Este cuchillo sí está bendito. Mi hermano mató a Amanda con él, y trató de usarlo en Neizan.

—Si me matas —tosió salpicando gotas de su sangre—, toda mi familia te buscará a ti y a ese bastardo.

—A Neizan no lo encontrarán jamás, y en cuanto a mí. Pueden venir cuando quieran, los enviaré al infierno —espetaba poniendo el cuchillo a un lado mientras sacaba la pistola que Amiel le había regalado—. ¿Sabes? Esta será la primera vez que usaré esto.

La menor colocó una bala de plata dentro del carrusel de la pistola, metiéndola de nuevo cargando el arma, después tomó el cuchillo otra vez y se acercó al mayor.

—No hay forma de redimirte. Así que sólo te dejaré elegir, ¿el cuchillo bendito o el arma maldita?

—¡No quiero tu estúpida redención! —vociferó con furia mientras la sangre escurría— No creas que Él te dejará entrar al cielo.

—Sé que jamás iré allá —sonrió—, pero no es algo que me importe. Después de todo, tengo un propósito que cumplir aquí —regresó a aplanar sus labios.

La Muerte levantó el brazo y penetró el centro del pecho de Lamec con el cuchillo, el mayor sentía que se quemaba, pero debido a que sus poderes estaban suprimidos, su cuerpo no se esfumaba, por lo que ella se apartó viendo a los ojos del hombre moribundo y disparó directo a la cabeza, matándolo.

Dio unos pasos hacia atrás y se dejó caer comenzando a llorar. Ya no había marcha atrás, tenía que irse y alejarse de sus seres amados. Olvidarse de su alegría, de Amiel y Neizan.

Antes de partir de casa, fue a buscar a la melliza, quien se había quedado dormida bajo el árbol, así que la cargó como princesa y la llevó a la habitación de Amiel. Luego volvió al cuarto dónde el cuerpo de Lamec se encontraba y dejó una nota en la mesilla, junto a la pistola y su anillo. Salió de la casa adentrándose en el bosque, cruzando la línea de piedras y entrando a la cueva dónde habitan los Drows.

—Oh, pequeña, has vuelto —mencionaba burlona Astrid sentada en su trono. Su sonrisa sádica hacía juego con los ojos repletos de malicia esperando la encomienda cumplida.

—Aquí tienes lo que pediste —entregó el caracol a la mujer elfo dejándolo en el suelo, a lo que un ser masculino fue quien lo recogió para darlos en las manos de su líder.

Soy la Muerte [EN EDICIÓN]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora