Capítulo 2.

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"No es una cita a ciegas."

Andrea Lowell.

A la mañana siguiente, desperté con un leve dolor de cabeza ya que cerca de las doce de la noche pude conciliar el sueño debido al golpeteo constante de la lluvia y el viento contra la ventana de mi habitación. Me levanté con mucho esfuerzo de la cama y me dirigí al baño para ducharme.

Contemplé mi rostro en el espejo mientras me cepillaba el pelo enredado y húmedo, mi piel era muy clara, casi traslúcida por lo que la gente siempre me preguntaba si estaba enferma, sin contar el hecho de que siempre he sido delgada, pero no de esas delgadas bonitas, yo era de esas delgadas planas por donde las mires y desde luego, no una atleta. Me faltaba la coordinación suficiente para practicar deportes sin hacer el ridículo o dañar a alguien, a mí misma o a cualquiera que estuviera demasiado cerca.

Mientras me enfrentaba a mi pálida imagen en el espejo, tuve que admitir que me engañaba a mí misma. Jamás encajaría y no solo por mis carencias físicas, sino porque no sintonizaba con la gente de mi edad, bueno, lo cierto es que no sintonizaba bien con la gente en general.

A veces me preguntaba si veía las cosas igual que el resto del mundo, tal vez la cabeza no me funcionaba como es debido.

Después de vestirme y cepillar mis dientes, bajé las escaleras escuchando a Lisa hablar por teléfono mientras preparaba el desayuno. Quizás esa era la única cosa que hacía por mí, el desayuno.

-Buenos días. -dije mirando como ponía el pan a calentar sin molestarse en responderme.

Me acerqué a la mesa y por accidente me golpeé la pierna con la esquina así que no pude evitar soltar un leve quejido antes de sentarme.

-¿Y ahora qué? Siempre quejándote, en serio que eres molestosa -dijo a lo que levanté la vista para poder encararla, ella tomó asiento frente a mí y empezó a comer como si no existiera.

La miré incrédula, no entendía de lo que hablaba. Opté por ignorarla y tomé una tostada para ponerle mantequilla con el cuchillo.

-Eso, come a ver si con más grasa alguien se fija en ti. No veo la hora de que te saquen de esta casa -dijo para después tomar un sorbo de su café. Decidí no responder a sus palabras y apreté la empuñadura del cuchillo mientras ponía un poco de mermelada al pan.

Ella se terminó su café, tomó una tostada y se marchó primero, directo al hospital donde trabajaba como secretaria.

Examiné la cocina después de que ella se fuera, todavía sentada en una de esas cuatro sillas, ninguna de ellas a juego, junto a la vieja mesa cuadrada de roble. La cocina era pequeña, con paneles oscuros en las paredes, muebles con un color amarillo chillón que odiaba, pero papá se rehusaba a cambiarlo, el suelo era de linóleo blanco. Todo seguía igual, mi madre había pintado los muebles con la esperanza de introducir un poco de luz a la casa. Al lado de la televisión había un pequeño mueble con una hilera de fotos de Dylan.

Era imposible permanecer en esa casa y no darse cuenta de que Lisa no se había repuesto de la muerte de su hijo. Me sentía incómoda estando ahí sola.

No quería llegar demasiado temprano al instituto, pero tampoco quería quedarme en casa más tiempo, así que me encaminé a la llovizna, estaba chispeando, pero no lo suficiente para que me calara mientras buscaba la llave para cerrar la casa, que siempre estaba escondida debajo del tapete que había en la entrada.

El profesor Brandon siempre me preguntaba si tenía algún problema en casa que me hiciera desvelar, ya que, según él, no era bueno que los estudiantes tuvieran ojeras notables, piel pálida y unos cuantos kilos por debajo de lo normal, porque son síntomas de depresión y eso conlleva al suicidio. Pero yo le llamo: Efectos de ser drogadicta.

Guardé mi celular en la mochila, la colgué en mi espalda y respiré hondo. Puedo hacerlo. Me mentí sin mucha convicción una vez que estuve cerca del instituto. No pasa nada, nadie va a matarme. Mantuve la cara escondida bajo la capucha y anduve hasta la acera llena de jóvenes, observé con alivio que mi sencilla chaqueta negra no llamaba la atención.

Noté que mi respiración se aceleraba a medida que me aproximaba a la puerta. Para liarla, contuve el aliento y entré detrás de dos personas que llevaban impermeables al estilo unisex.

Los pasillos estaban llenos y las risotadas comenzaban a ponerme de mal humor, así que comencé a buscar el aula de la clase que me tocaba.

No puedes salvarme.®Donde viven las historias. Descúbrelo ahora