Los tres jinetes del apocalipsis.

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L.J Morgan

Morgan no podía mantener sus ideas ordenadas mientras Greco empujaba en su interior y besaba su cuello.

Desde hacía unas dos semanas el comisario se quedaba en su casa a dormir algunos días, ya que con la llegada de la Navidad parecía que los atracos y robos se habían multiplicado, y eso causaba que él trabajase más horas de las normales. Ella viendo que él parecía estar siempre con prisa, al vivir a cuarenta y tantos minutos de la comisaría, le había ofrecido quedarse allí los días que tuviera más trabajo y para poder pasar también tiempo juntos.
Tiempo que habían aprovechado no solo para tener un sexo increíble, si no también para ver películas, hablar de sus vidas y darse mimos en el sofá después del trabajo.
Aquél sábado el barbudo la había despertado con un café en la cama y muchos besos, que había terminado en ambos manoseandose en la ducha.

Él la embestía desde atrás con fuerza, obligándola a apoyar su pecho en la pared de baldosas de la ducha, mientras ella agarraba la cabeza de él exigiéndole que no dejase de besar y mordisquear la curva de su cuello. Si había algo en lo que eran compatibles de manera casi mágica era en el sexo.
L.J notó que el nudo en su vientre comenzaba a tensarse, el castaño la agarraba de la cadera clavando sus dedos y  dando estocadas más profundas. Con sus gemidos acompasados ambos se corrieron a la vez, separándose solo para que ella se diera la vuelta y apoyase su cabeza en el pecho del más alto, todavía bajo el chorro de la ducha.

-Me gustaría despertarme así todos los días, podría acostumbrarme.- Murmuró él acariciando su espalda con suavidad.

-Él único problema sería tener que despertarnos mucho antes de las seis para no llegar tarde al trabajo.- Respondió ella con una risa, cogiendo la esponja de la estantería de la ducha para comenzar a pasarla por el pecho del comisario.

Greco era un hombre muy bonito, tanto su personalidad como su aspecto lo eran. Pero últimamente, al dormir juntos, había descubierto una nueva adicción, poner su mano o su mejilla contra el pecho de este y escuchar o sentir en latido de su corazón.
Como doctora sabía que un latido tan harmonioso y constante demostraba lo saludable que se estaba el chico. Y como persona la hacía creer que un latido tan bonito solo representaba la pureza y bondad de su alma, haciéndola sentirse tranquila al oírlo incluso en los días más difíciles.
Era algo que también sentía cuando abrazaba a Horacio y sentía su pulso contra su mejilla. Eran corazones de personas tan hermosas que hasta estos latían con felicidad.

-A las once, tengo que estar en el despacho para ayudar a Volkov con el papeleo.- Informó él secándose el pelo con la toalla una vez limpios fuera de la ducha, despertandola de sus cabilaciones.

Desde que habían empezado a salir  juntos, incluso antes de ser pareja oficialmente, ambos pedían libres los sábados, para poder pasar tiempo juntos. Pero con el trabajo de últimamente había sábados e incluso domingos en los que el comisario debía ir a comisaría a realizar papeleo.

-A mi me recogen en los chicos en treinta minutos.- Repuso ella enfundandose un vestido de lana negro.

El barbudo la miró de arriba a abajo lamiendo su labio inferior inconscientemente.

-Con ese vestido me dan ganas de mandar a Volkov a paseo.- Exclamó acercándose para robarle un beso.

Ella no pudo evitar reírse para separarse, debía darse prisa o ninguno llegaría a tiempo.
Poniéndose unas medias térmicas negras y sus botas militares, corrió al baño para secarse el pelo rápidamente y peinarse.
Una vez listos, bajaron juntos las escaleras hacía el piso inferior, donde cogieron sus cosas para salir de la casa abrigados.
Greco, como todo un caballero la acompañó hasta la casa de Horacio, donde tanto el cresta como el rubio la esperaban en su Audi verde. Despidiéndose de él con un beso corrió para meterse en el coche y resguardarse del frío, saludando a sus amigos nada más subirse.

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