Capítulo XLV: Bajo ataque

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Carsten

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"Es mucho más ingeniosa de lo que imaginé", pensó Carsten para sus adentros, mientras recorría con un dedo sus labios, que se encontraban curvados en una ligera sonrisa.

Aún podía sentir el sabor de aquel beso, y aunque fue apuñalado por la espalda, en el sentido más literal, no podía negar que lo sucedido le había resultado extrañamente placentero. Considerando que por sí mismo no podía sentir nada, sin duda aquello lo había sorprendido. No obstante, su propia susceptibilidad al conjuro de Orión lo tomó con la guardia baja, sensación que le resultaba una desagradable novedad. Tendría que buscar una forma de protegerse de aquella magia y cualquier otra que pudiera truncar sus planes una vez que volviese a Dokalfar.

Observó cómo la horda avanzaba presurosa hacia la cúpula, que desde su posición se asemejaba a una especie de flor, cuyos pétalos sin vida se encontraban cayendo uno a uno, dejando Gealaí sin protección. Los peones ya se encontraban debilitando a los guerreros en la Base Sur de los guardianes.

Contempló la obra que su padre le había encomendado y su sonrisa se ensanchó. Pese a la pequeña distracción que tuvo lugar en los límites de la cúpula, el plan transcurría a la perfección.

—Hiciste bien tu parte —le dijo a la figura encapuchada de rojo que se encontraba tras él, a unos cuantos pasos de distancia.

—Siempre hago bien mi parte.

—No deberías ser tan grosera con el hijo de tu rey.

—Lo siento, su majestad.

Carsten reprimió una sonrisa.

—Eso está mejor, no debes olvidar que ahora respondes a mí, querida Lenore.

Ella lo miró desde abajo de la capa de terciopelo y aunque Carsten no podía ver sus ojos, sintió cómo estos lo perforaban. Tras ellos, los corceles sombra relincharon feroces, rasgando la nieve con sus cascos. Los jinetes, por otro lado, permanecían impasibles e inmóviles, como estatuas de dioses observando el caos a sus pies.

—Ya saben qué hacer —sentenció Carsten, sin desviar la mirada de Gealaí—. Liberen a las arpías y luego arrasen con todo. Pero no lo olviden: ella es mía.


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Marion

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Marion se encontraba en la azotea de la mansión, sus sentidos completamente agudizados, a un suspiro de entrar en metamorfosis, mientras divisaba cómo guardianes e hijos de la luz intentaban retener la horda que se abalanzaba hacia ellos como una marea negra. El humo denso y oscuro se elevaba al cielo, ahí donde algunos desafortunados hogares ardían hasta sus cimientos. La plaza del epicentro era un completo caos, el tintineo de las armas y las armaduras resonaba en el aire.

Fuera de la mansión se encontraban solo los guerreros aptos para pelear, hijos de la luz y guardianes por igual, mientras que los niños, los centenarios que quedaban con vida y un par de soldados de élite para su protección, ya se encontraban a resguardo en el Observatorio Maingaster. Excepto por Reginald Care, el centenario que acababa de perder a su esposa debido al cantar de los muertos y que se había ofrecido a prestar el poder de su fuego para defender la mansión.

Marion ni siquiera había tenido la oportunidad de sentirse feliz de volver a casa. La tierra que se vio obligada a abandonar hacía ya mucho tiempo, debido a la vergüenza que su padre llegó a sentir por ella y sus elecciones, siempre permaneció grabada en su corazón, aunque Marion nunca se sintió culpable, ni mucho menos avergonzada. Hubiera querido recorrer aquellos caminos junto con Skylar y mostrarle la que una vez fue la casa de la familia Gerald, contarle las antiguas historias junto al fuego y enseñarle a bailar al compás de las auroras durante las fiestas del equinoccio. Pero, una vez más, la oscuridad había sido más rápida... Amenazando con volver a arrebatarle lo que más amaba.

Fuego Celeste © [Disponible en Librerías]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora