Capítulo XLIX: El aullido de la cacería

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Marion

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—¡La horda sigue avanzando! ¡Son demasiados! —gritó el joven hijo de la luz que se encontraba a un par de metros de ella, sobrevolando junto con su guardián.

Los pulmones de Marion ardían con furia. Si bien habían logrado aplacar la concentración de peones en ciertos puntos de la base, seguían siendo demasiados y ahora que la cúpula se estaba desintegrando, no contaban con nada más que sus esfuerzos para mantener a los siervos oscuros alejados de la mansión. La desventaja saltaba a la vista. Si bien los guardianes e hijos de la luz poseían una resistencia mucho mayor que la de un ser humano, no por eso dejaban de ser criaturas mortales, por lo que el agotamiento era inminente.

Tarde o temprano, la resistencia decaería. Donde diez peones eran exterminados, veinte y hasta treinta ocupaban su lugar, dispuestos a matar sin que les importase toparse con su propia muerte en el proceso. Sus fuerzas por otro lado eran limitadas, y los refuerzos que habían recibido no alcanzaban para detener aquella invasión. Guardianes e hijos de la luz hacían su mejor esfuerzo, pero Marion sabía que solo era cuestión de tiempo.

Aun cuando exhalar fuego era un recurso del cual los guardianes podían disponer a voluntad, este no era inagotable, pues al igual que cualquier otro tipo de combustión, dependía del oxígeno. Las cúpulas de contención de ambas bases se encargaban de mantener los niveles de oxígeno óptimos en Gealaí y Gréine, facilitándoles un ambiente apto para la vida, como un invernadero. Pero, al igual que había sucedido hace quince años en la caída de Gréine, ahora que la cúpula de Gealaí estaba fallando, respirar correctamente en aquel medio se volvía cada vez más complicado. Debido a la resistencia de sus cuerpos, los guardianes podían tolerar ambientes hostiles, frío y calor extremos, incluso más que un hijo de la luz, pero al estar a casi noventa y ocho grados bajo cero, obtener el oxígeno suficiente para generar fuego estaba implicando un verdadero reto.

Por otro lado, aunque Marion estaba poniendo su mejor empeño por mantener su mente centrada, no dejaba de pensar en Skylar y se descubría a sí misma buscando con la mirada en las inmediaciones de la mansión algún indicio de su regreso, pero aún no había divisado nada. Creyó que sumergiéndose en la batalla le sería más sencillo despejar su mente y liberarse momentáneamente de esa preocupación que le oprimía el pecho, como tantas otras veces lo hizo en su juventud, pero no tenía caso. La idea de que Sky corriera peligro le resultaba paralizante y el recuerdo de James acechaba sus pensamientos, reabriendo las heridas de su pasado.

—Debemos seguir retrasándolos todo lo que nos sea posible, ya conocen las órdenes de la general Campbell. Hay que mantener a estos demonios alejados de la mansión.

Ambos asintieron.

—¡Ya escucharon a la Dama Blanca! —vociferó el hijo de la luz, captando la atención de todos sus compañeros que sobrevolaban la zona. Su guardián rugió en respuesta, un sonido que sonó como música de guerra en los oídos de Marion.

Los guardianes fueron bendecidos con la metamorfosis para proteger al mundo de la oscuridad y luchar codo a codo con los hijos de la luz, por lo que el campo de batalla era un medio familiar para ella. El azufre, el fuego, los monstruos, la sangre... Eran cosas que conocía desde que era una niña. Marion había aprendido a pelear casi al mismo tiempo que a caminar y hablar, pero eso no quería decir que fuese algo que disfrutaba.

Hubo un tiempo en que soñó con una vida diferente, un tiempo en que pensó que podría alejarse de todo aquello, de las pérdidas y la constante lucha. Sin embargo, ahí estaba, de regreso a aquel entorno que conocía tan dolorosamente bien. Los guardianes sobrevolaron a poca altura y exhalaron bocanadas de fuego, permitiendo a los hijos de la luz que saltaran de sus espaldas para rematar a los oscuros que no habían sido calcinados, abriéndose paso como podían.

Fuego Celeste © [Disponible en Librerías]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora