Epílogo

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Carsten

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En Dokalfar, el olor a ceniza y sangre impregnaba el aire. Los árboles parecían cadavéricos brazos que sobresalían de la tierra gris, cuyas retorcidas garras se extendían a un cielo requemado y ceniciento. Con cada paso que daba, las sombras se deslizaban a sus pies, reptando entre sus tobillos, dándole la bienvenida.

La vida que tomó en Gealaí permitía que el cuerpo humano que habitaba fuera capaz de resistir el miasma que, en otras circunstancias, hubiera calcinado sus pulmones y corroído su piel al poner un pie en el reino de su padre. La gran fortaleza de Dokalfar, Helheim, se erigía en lo alto de un conjunto rocoso, cuyo único acceso consistía en una alta escalinata de piedra que llevaba a las pesadas puertas de hierro negro. En su superficie, forjada con exquisita precisión, se encontraba plasmada la caída del primer ángel.

Las altas torres de piedra caliza negra se alzaban imponentes, como piezas de un juego de ajedrez, mientras las arpías sobrevolaban a su alrededor, dibujando sombras en la superficie del castillo con sus alas de cuervo. Una luna de sangre se encargaba de bañar todo de una espesa luz roja.

Cuando llegó a la cima de las escaleras, el chasquido de la cerradura al abrirse resonó en medio del silencio, formando un eco envolvente. El interior del castillo era muy diferente a su exterior. Como retando a los bastos parajes en escalas de grises y oscuridad que conformaban el reino oscuro, la sala del trono se encontraba decorada con tapices tejidos en vibrantes colores, hilados con filamentos de oro, plata y cobre que recreaban terribles fragmentos de la historia bíblica: Caín asesinando a Abel, la destrucción de Sodoma y Gomorra, el asesinato de Juan Bautista...

El suelo, por otro lado, era de un ónice tan pulido que parecía reflejar el interior de la sala como si se tratase de un espejo. Dos escaleras de caracol, una en cada extremo del salón, servían de acceso a las torres más altas de la fortaleza. Finalmente, sobre una plataforma de doble altura, se encontraba el trono de hueso y obsidiana de Dokalfar.

Era la primera vez que estaba ahí en mucho tiempo, aunque sería equivocado de su parte decir que se sentía bien de "estar en casa". Él no tenía casa, no pertenecía a ningún lugar, solo le pertenecía a él.

—Veo que has regresado, hijo.

Desparramado de lado a lado en su trono, se encontraba Alexei Dumort, el rey oscuro, soberano de Dokalfar y las islas siniestras. Su padre tenía muchas formas, dependiendo de su estado de ánimo o la ocasión, pero en aquel momento estaba usando su apariencia original, la forma que había tenido al caer del cielo. El cabello blanco platinado le caía a la altura de los hombros, enmarcándole el anguloso rostro, cuya piel era casi tan pálida como los huesos a su alrededor.

Sus ojos eran de un color ámbar llameante, el color de las llamas del infierno, vacíos e inexpresivos. Contrario a lo que muchos podrían creer, Alexei Dumort distaba de ser un monstruo, al menos en apariencia. Era lo que los humanos calificarían como dolorosamente hermoso, aunque para Carsten la belleza carecía de sentido. Para él, su padre simplemente era lo que era, un ángel caído.

—Padre.

El rey oscuro sonrió. Tenía el tipo de sonrisa que poseían aquellos que se deleitaban con la agonía y el dolor. Carsten había visto a muchos humanos con el mismo tipo de sonrisa, la misma debilidad por el sufrimiento ajeno.

—¿Y bien...?

Claro que, sin importar cómo se viera, Carsten podía ver más allá de su apariencia angelical. Alexei Dumort no era un padre cariñoso, feliz de tener de regreso a su primogénito. Ni siquiera Carsten podía darse el lujo de equivocarse o de dar un paso en falso cuando se trataba de él. Lo había aprendido a las malas hacía ya mucho, mucho tiempo.

—No fue como lo esperábamos. Perdimos a Yaco y el líder de la cacería está furioso, en especial ahora que saben que Ragnor está vivo.

—Mmm... —ronroneó Alexei, mientras trazaba la forma de su labio inferior con el dedo índice, en ademán pensativo—. Puede que haya olvidado mencionárselo. De todas maneras, pronto podrá hacerse con él, así que no pasa nada —descartó con un gesto indiferente—. Continúa.

—Pudimos evidenciar su potencial, tal y como predijiste... Es magnífica. —El recuerdo de su último momento juntos atravesó sus pensamientos. Que hubiera tenido las agallas de intentar engañarlo, había despertado en él una chispa de deseo.

Junto al trono de Alexei, se alzaba un árbol cuyas raíces se enterraban bajo el suelo de ónice, formando grietas a su alrededor que recordaban a un enjambre de serpientes, curvándose sobre él.

Era un árbol hermoso y sano, no como los del exterior. Las hojas verdes se balanceaban con suavidad, como si hubiera alguna fuente de viento responsable de su movimiento, agitándolas sobre la cabeza de su padre. Docenas de preciosas manzanas, perfectamente formadas y rojas como rubíes, decoraban sus ramas.

Alexei se estiró para hacerse con una de ellas y la giró entre sus dedos, admirándola con aire de fascinación.

—Imagino que ya conociste a Lenore... Mi rosa marchita.

Carsten asintió, recordando a la chica oculta bajo la capa de terciopelo rojo.

—Un poco insolente para mi gusto.

—Es realmente talentosa. Todavía recuerdo cuando llegó a mí... —Parecía embelesado mientras observaba la manzana en su mano, tan roja que creerías que, al tocarla, tus dedos quedarían manchados de carmesí—. En fin. ¿Y el mensaje?

—Entregado con éxito.

—Bien... —seseó el rey oscuro, al tiempo que una sonrisa torcida se dibujaba en sus labios, lo que hizo que se viera mucho más como una serpiente—. Entonces, todo marcha de acuerdo al plan.


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Fuego Celeste © [Disponible en Librerías]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora