El motor ruge listo para avanzar e, instintivamente, aferro mis brazos alrededor de su cuerpo con toda la fuerza que tengo.
—Ey, ey. Para. —Dice, deteniendo la moto.
—¿Qué pasa?
—Que si tienes los brazos así, no me dejarás conducir.
Avergonzada, dejo caer mis brazos, lo observo reír por lo bajo.
—Así estaré más cómodo. —Dice mientras se levanta un poco la chaqueta y la camisa, dejándome ver su piel morena y unos trazos de tinta negra.
Me mira y yo le sonrío mientras me inclino hacia atrás y aferro mis manos al asa trasera de la motocicleta, rehusándome a sentir otra vez la electricidad que sentí el otro día al tocar su piel.
—Bueno, que si tu piensas que tocarnos va más allá que sujetarse para no tener un accidente vamos a estar en problemas.
—Estoy cómoda así.
Tal vez debería pedirle un casco, pero me ahorro la vergüenza, ya que no veo que traiga ninguno, pues claro, no tenía planeado tener una acompañante después del desayuno.
El rugido del motor silencia su risa y, así, pone la moto en marcha. Siento el viento en mi rostro y no puedo evitar sonreír. Desde que mi amigo de Alemania pasaba por mí en motocicleta para ir al instituto, me he vuelto adicta al sentimiento, sientes como si estuvieras volando, te sientes ligera. Pero el sentimiento no dura mucho, antes de lo que me hubiera gustado llegamos a nuestro destino.
—Bienvenida a mi palacio. —Dice con los humos por los cielos.
La puerta de madera desgastada rechina cuando entramos y, dentro, todo es todavía más viejo. El ring parece que está a dos de colapsar, los sacos de arena están a un golpe más de desprenderse de las cadenas y en el suelo hay manchas de sangre seca.
—Muy elegante. —Me burlo.
—No te dejes engañar, de este tipo de gimnasios es de donde salen los grandes. —Escucho una voz gruesa a mis espaldas.
Un tipo altísimo y con los músculos a punto de reventar se frota las manos con un paño sucio antes de lanzarlo a cualquier lado. Se acerca a nosotros con una sonrisa.
—Nunca habías traído a ninguna animadora. —Me mira con unos ojos que me incomodan.
—¿Animadora? —Río. —Soy más una jueza.
—Y brava. —Agrega. —Deberías subirte conmigo al ring, preciosa. —Me toma por las caderas y me acerca un poco a él.
—Ganas de darte unos buenos golpes no me faltarían, idiota. —Lo empujo del pecho y Tobías pone su brazo frente a mí, señalándome que me detenga.
—Bruce, ¿por qué no vuelves mañana? —Dice Tobías.
—Pero me falta una hora. —Sonríe.
—He dicho que vuelvas mañana o seré yo el que se suba al ring contigo. —Su tono va en serio, tanto que no sé si también se ha molestado conmigo y tendré que caminar de regreso a casa.
El tal Bruce se cuelga su mochila en el hombro y sale, no sin antes darme una buena última mirada.
—Vaya idiota. —Bufo.
—Eres tú la que ha querido venir por estos rumbos.
Me doy la vuelta y él ya se ha quitado la camisa y los pantalones, quedando en unos calzoncillos negros que se ajustan increíblemente a su trasero, soy incapaz de apartar la mirada de su cuerpo, todos sus músculos se marcan en su piel y son cubiertos por pequeños tatuajes negros que se extienden por todos sus brazos y a los costados de su abdomen.
—Pero, ¿qué haces? —Pregunto dándome la vuelta cuando comienza a bajarse los calzoncillos.
—No he traído de repuesto y no los usaré todos sudados.
Hay un tono de burla en su voz, como si estuviera desvistiéndose frente a mí a propósito.
—¿A qué has venido exactamente? —Pregunta, y me doy la vuelta al escucharlo subirse al ring.
Ahora tiene unos pantalones deportivos grises claro que se derraman por su piel hasta llegar justo a donde deben llegar.
—Quería conocerte. —Digo sincera.
—Y, ¿por qué?
Desamarra una cuerda y un saco de arena cae en el medio del ring, y Tobías comienza a golpearlo como si su vida dependiera de ello.
—Tienes pinta de no tener muchos amigos.
—Entonces has venido a salvarme de mi soledad, ¿no? —Ríe, con la voz ya agitada.
—Algo así. Además, mi mejor amiga va todas las noches a esa casa, me gustaría saber un poco más sobre el dueño.
—No averiguarás mucho, bonita. No soy de los que ladran, prefiero morder antes.
Deja en paz al pobre saco y, con la respiración agitada y el pecho acelerado, se acerca al borde del ring y me extiende la mano, que ahora tiene una venda blanca sobre los nudillos.
—¿Por qué no lo intentas?
Tomo su mano y, ahí está otra vez, esa extraña sensación. Subo al ring y ato en una coleta mi rojizo cabello.
—¿Qué tengo que hacer? —Pregunto, lista para golpear todo lo que me pongan en frente.
—Luchar contra mí.
Mis ojos se abren como platos sin mi permiso, claramente asustados del resultado que esa situación podría traernos.
—Eh, que te estoy jodiendo. Golpea el saco, a ver si eres tan brava como crees.
Sé que probablemente haré el ridículo, pero no estoy de humor para ser cobarde.
—Está bien.
Respiro hondo y comienzo a golpear el saco con todo lo que puedo. Izquierda, derecha, izquierda, derecha. Los nudillos han comenzado a dolerme y casi me he quedado sin oxígeno. Así que, después de unos vergonzosos golpes, me detengo con las manos en la cintura, luchando por un poco de aire.
—Así que eres de las que ladran. —Ríe.
Sin pensarlo dos veces le lanzo un fuerte puñetazo al centro de su abdomen, lo cual lo agarra desprevenido porque lo hace dar dos pasos hacia atrás.
—Y de las que muerden también. —Sonrío.
En menos de dos segundos, sin darme tiempo de entender lo que pasa, estoy aplastada entre las cuerdas del ring y de su cuerpo.
—No vuelvas a golpearme así nunca. —Susurra amenazante en mi oído.
Tengo la respiración a mil por hora y ya no sé en dónde está mi cabeza.
—¿Por qué?, ¿te ha dolido? —Intento sonar retante, pero mi voz flaquea.
—No, me ha dado ganas de darte tu merecido.
—Pues hazlo.
Me mira a los ojos y acerca su rostro al mío.
—Lo que tengo en mente no tiene nada que ver con el boxeo, bonita.
Nos quedamos en silencio unos segundos, con su respiración en mi rostro y la fina capa de sudor que cubre su piel pegándose a mi ropa. Estoy tan aturdida que, si de mí dependiera, le pediría que me bese solamente para quitarme esta extraña sensación del estómago, como cuando consigues algo que deseas y, al tenerlo, se te va la emoción.
—Vamos, te llevaré a casa antes de que tu corazón se salga de tu pecho y yo pierda mis horas de entrenamiento.
Al llegar a casa, me bajo de la moto y, sin saber por qué, espero que él haga lo mismo, pero no lo hace.
—Pues hablamos otro día. —Digo.
—No. Lo mejor será que dejemos de vernos.
Y así, sin más, se pierde entre los autos a gran velocidad.
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Enamorada Del Diablo
Teen FictionDespués de un año, Alyssa regresa a Seattle para comenzar el año más importante de su vida, ese por el que tanto ha sacrificado, pero algo ha cambiado. Algunos pensarían que es imposible notar cuando una sola persona llega a la ciudad, pero se...