Capítulo 13

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—Bienvenida a los mejores macarrones con queso. —Dice cuando nos bajamos de la moto.

Esto ni siquiera es un local, es un carrito con un señor calvo y una olla sobre una mini estufa eléctrica.

—¿De la zona? —Pregunto, incapaz de contener una mueca que revela que no me gusta para nada la pinta que tiene el puesto.

Tobías se acerca a mi oído y susurra:

—Del mundo.

A los pocos minutos, Tobías regresa con una bolsa de plástico en la mano y se sube a la moto.

—¿No lo comeremos aquí? —Pregunto curiosa.

Me mira y sonríe antes de avanzar a toda velocidad, me toma tan desprevenida que me tambaleo, pero logro sujetarme antes de caer. Tobías me mira y pone los ojos en blanco, su truco para que me sujete de su torso no ha funcionado, pero veremos si esta noche se lo gana.

Cuando la motocicleta se detiene hemos avanzado tanto que no tengo ni la menor idea de en dónde estamos.

—Y, para cerrar, la mejor vista de la ciudad. —Alza sus manos en victoria y yo solo hago una mueca.

Frente a nosotros hay un viejo edificio que está a dos segundos de caerse, no tiene nada de pintura y la puerta de acero desgastado está protegida con un gran candado.

—Wow... Umm... Es muy bonito. —Digo aguantándome la risa.

Él pone los ojos en blanco, toma una mochila negra que está amarrada a la moto y se acerca a la entrada. Me entrega la bolsa de plástico y saca una pequeña linterna de la mochila y un pequeño estuche.

—¿Qué haces? —Susurro, porque de pronto me ha dado la impresión de que no deberíamos de estar aquí.

—Shh.

Se pone de cuclillas, sostiene la linterna, ahora encendida, entre los dientes, y del estuche saca una pequeña pinza y comienza a jugar con el candado hasta que éste cede y la puerta se abre.

—¿Se puede saber qué haces? —Digo lo más bajo que puedo.

—¿Se puede saber por qué susurras? —Me iguala.

—Porque...

—No hay nadie aquí. —Dice con su tono de voz normal. 

Entra al edificio y decido que es mejor seguirlo a quedarme sola aquí afuera en la oscuridad y en medio de la nada.

—A partir de aquí, el camino es cuesta arriba. —Sonríe orgulloso mirando las escaleras.

Miro hacia arriba y noto que deben de haber, mínimo, un millón de escalones.

—¿Tanto? —Hago una mueca.

Suspira, pone los ojos en blanco y hace un movimiento tan rápido que, antes de darme cuenta, ya estoy sobre su espalda.

—Creí que no eras un caballero. —Digo cuando comienza a subir las escaleras.

—Es otro método que usamos para mirar traseros. —Se burla y yo suelto una carcajada.

Las escaleras son eternas y siento que pasan horas antes de que lleguemos al final de ellas. Me baja de su espalda cuando abre la puerta y me deja pasar.

—Ahora sí, bienvenida a la mejor vista de la ciudad.

No puedo evitar quedarme boquiabierta, es hermoso. Desde aquí todo se ve pequeño y las luces de la vida nocturna adornan todo a la perfección.

—¿Debería preguntarme cómo descubriste este lugar? —Lo miro y él se encoge de hombros.

—Regla número uno de supervivencia: —Dice mientras se sienta en el suelo lleno de escombro. —siempre es bueno tener un lugar para alejarse de todo y despejar la cabeza, así se piensa mejor, ¿sabes?

Asiento con la cabeza, me siento a su lado y coloco los codos sobre las rodillas.

—Y, ¿qué he hecho yo para merecer conocer tal santuario? —Lo miro.

—Regla número dos: —Abre la caja desechable con los macarrones dentro y saca dos tenedores de plástico. —cuando una chica decide abandonarte en la cama sin despedirse, demuéstrale que fue un error. 

Me guiña un ojo y yo río.

—Y vamos con lo mismo.

—No te voy a mentir, me ha molestado que hayas sido tú la que se ha escabullido a la mañana siguiente, normalmente ese es mi papel. —Sonríe.

—Bueno, esa técnica no funciona mucho si estás en tu propia casa.

—Por eso no llevo chicas ahí, siéntete afortunada de ser la primera.

—¿A cuántas chicas les has dicho esa frase, eh? —Me río.

—Las mentiras tienen un cierto poder, no me gusta usarlas a menos que tenga que hacerlo. —Se encoge de hombros.

—Está bien, morderé el anzuelo, ¿por qué me has llevado a tu casa, entonces?

—Bueno, no tienes pinta de tener sexo en moteles.

—Así que ese era tu plan, ¿eh? —Suelto una carcajada. 

—No. Aún no.

—¿"Aún no"?, ¿qué te hace pensar que algún día lograrás tu cometido? —Sonrío retadora.

—Empecemos por esto. 

Me entrega la caja con macarrones y un tenedor con una sonrisa engreída.

—¿Aquí es cuando me envenenas y vendes mis órganos? —Pregunto seria.

—No se pueden vender órganos envenenados. —Me dice como si fuera lo más obvio y yo lo miro de mala manera. —Anda, que se enfrían.

Lo miro sospechosa, pero les doy una probada. Casi no puedo evitar que se me derrita la lengua de lo sabrosos que están. Casi. Esto sin duda le gana a cualquier cosa he probado en toda mi vida, y ahora no sé cómo fingir que no están tan buenos.

—No están mal. —Me encojo de hombros.

—¿¡No están mal!? Vamos, no te hagas a la difícil, esto es lo mejor que has comido en tus...

—Diecisiete años. 

—¿Diecisiete? —Pregunta sorprendido.

—¿No parezco o qué? 

—Definitivamente no, te calculaba unos cinco años, tal vez seis.

Le saco la lengua y le doy un empujón en el hombro. Se ríe, pero luego me mira serio.

—Otra razón por la que te traje aquí es para tocarle los huevos a Chase.

—¿De qué hablas? 

—Digamos que no somos los mejores amigos. —Ríe.

—Y, ¿yo qué tengo que ver en eso?

—Pues que le gustas.

Enamorada Del DiabloDonde viven las historias. Descúbrelo ahora