Capítulo 8

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Mi último primer día de clases de instituto pasó de volada, apenas me di cuenta de las horas con lo ocupada que estuve con cada asignatura.

Al salir del edificio, dirigiéndome a mi auto, identifico al auto de Jay aparcándose junto a la acera. Roxy sale de volada del asiento del copiloto del auto, con la falda de cuadros tan arriba que un movimiento en falso y se le verán todas las bragas, tiene una sola calceta y su blusa tiene más botones desabrochados que abrochados. Está intentando hacerse una coleta sin que se le caigan los libros, pero su cabello es un desastre.

—¿Se puede saber en dónde estabas? —Pregunto al llegar a su lado.

—¡Ey, Aly! —Me saluda sonriente. —Nos hemos quedado dormidos. —Señala a Jay, que me saluda sonriente desde el asiente del conductor.

—Te has perdido el primer día, Rox.

—Bueno, no es como que tuviera planeado venir, además, mínimo me molesté en venir aunque sea a saludar.

—Anda, súbete a mi auto, te llevo a casa.

—Yo puedo llevarla. —Dice Jay.

—No, creo que será mejor que le des un poco más de espacio entre semana. —Digo acercándome más al auto para verlo mejor.

Intento sonar lo más amable que puedo, sé que Jay no se tiene la culpa, pues Roxy hubiera faltado aunque no hubiera estado con él, pero tal vez eso le ayude un poco.

Jay ríe, no sé si ha pensado que lo decía en broma o si, simplemente, no le ha importado ninguna palabra que ha salido de mi boca.

—¿Irás con nosotros el sábado? —Pregunta.

—¿A dónde?

—No puede. —Dice Roxy. —Seguramente tendrá alguna tarea importante.

—Seguramente sí. —Respondo, y ella me saca la lengua.

—No te preocupes. —Le dice a Jay. —Ya me encargaré de que esté ahí.

—Bien. Nos vemos luego chicas.

Dejo a Roxy en su casa y me voy directo a la mía a comenzar con las tareas antes de que se me acumulen todas.

El viernes llega más lento de lo que me imaginé, Roxy no se ha cruzado por mi casa ni una vez, debe de ir en serio con Jay. He hablado un poco con Chase, él igual intenta convencerme de que vaya a la fiesta de mañana, también me ha dicho que podríamos hacer algo los dos nada más, pero suena a demasiada distracción. Es mi último año y mis notas deben de seguir excelentes para entrar Princeton.

Después de vestirme con una sudadera, unos jeans y mis tenis blancos, bajo a la oficina de mi padre para decirle que saldré. Ya son casi las diez, pero no puedo concentrarme ni dormir, y caminar siempre me ayuda.

—Voy a salir, papá.

Alza la mirada de la computadora y me sonríe.

—¿A dónde vas?

—Iré a ver a mamá un rato.

—Bueno, llámame cualquier cosa.

¿Lo mejor de mi padre? Confía tanto en mí que nunca tengo que dar tantas explicaciones. Él siempre me ha dicho que puedo salir y hacer lo que se me dé la gana cualquier día de la semana, pero que ya seré yo la que sufra las consecuencias a futuro.

Al ser viernes por la noche las calles están llenas de autos, los bares con gente a más no poder y hay música por todos lados. Así que camino y camino, hasta llegar al lugar más tranquilo de la ciudad o, como yo le digo, el lugar olvidado. Ya no mucha gente es enterrada en un cementerio, se ha puesto más de moda la cremación, así que esta zona de la ciudad comenzó a ser olvidada, cada vez menos gente se pasea por estos rumbos y las pocas casas que hay son hogar de personas mayores que se han quedado solas y apenas salen a ver la luz del día.

El cementerio es bonito, con muchos árboles y estatuas de ángeles por todos lados. La mayoría de las lápidas están descuidadas, con hojas secas encima, flores marchitadas y alguna que otra broma de algún pájaro.

Camino hasta llegar a la lápida que marca Mercedes Evans y me siento a su lado.

—Hola, mamá. —Acaricio la piedra y siento todas mis emociones a flor de piel. —He terminado mi primera semana del último año. Deberías ver mis notas, —Me río. —papá las envidia. Ha estado bien, trabajando mucho, pero bien. ¡Oh!, ¿ya te dije que aprendí alemán? Tengo que contarte todo...

No sé cuánto tiempo he pasado con ella, platicándole todas las cosas que me pasaron el último año, las buenas, las malas y las irrelevantes. Podría quedarme toda la noche aquí, simplemente observando este pedazo de piedra que tanto significa para mí, pero no lo hago. Me despido de ella como siempre lo hago, con lágrimas en las mejillas y una sonrisa en los labios. 

Comienzo a caminar en dirección opuesta a mi casa, siempre intento caminar hasta que mi rostro vuelva a la normalidad solamente para no contagiarle las emociones a mi padre. A lo lejos, escucho algo, ¿música? No, ruido. 

Curiosa, comienzo a seguirlo, hasta llegar a una puerta de acero oxidado y un guardia enorme frente a ella. Me da la impresión de que debe de ser algún lugar clandestino, pero se me hace absurdo poner a un gigante con lentes de sol en medio de la madrugada, como si eso no llamara la atención. Además, noto que el lugar es al aire libre, pues noto todas las luces moviéndose desde aquí afuera.

—Hola. —Lo saludo con mi mejor sonrisa.

—No es lugar para ti, niña. Sigue caminando.

Su voz es grave y grosera, ni siquiera estoy segura de que me esté mirando, pero ¿no es lugar para mí? Eso ya lo veremos. Saco unos cuantos billetes de mi bolso y, discretamente, los coloco en su mano. Se queda inmóvil por unos segundos, la posibilidad de que se quede con mi dinero y aún así me eche de aquí se cruza por mi mente, pero por suerte el hombre abre la puerta y me deja entrar.

Mis ojos no pueden creer lo que estoy viendo, ¿desde cuándo sucede esto en esta ciudad? Las luces de colores se mueven por todos lados y tengo que tomarme unos segundos para acostumbrarme a ellas sin marearme, debe de haber al menos toda una ciudad aquí dentro, el lugar está a más no poder de personas. Parece que todos tienen algo en la mano, ya sea un cigarrillo, un vaso o una pastilla. Hay una enorme barra a un lado y algunas máquinas de apuestas por el otro.

—¡Todos prepárense, para la primera pelea de esta noche!

La multitud aplaude, chifla y anima, todos comienzan a acumularse en el centro del lugar, así que, como buena chica perdida, yo hago lo mismo.

Intento dejar atrás a cuantos puedo para llegar a primera fila y me quedo atónita. Frente a mí hay un gran ring, como los de las peleas profesionales, hay un chico flacucho con la cabeza calva toda tatuada y sólo lleva unos pantalones flojos, a sus costados, uno en cada esquina, hay dos personas que no se dejan ver el rostro gracias a las batas con capuchas de boxeo que llevan puestas.

—¡Bienvenidos a un viernes más en La Guerra de Guantes! —Dice el chico del centro con un micrófono en la mano.

La gente grita y se emociona, pero personalmente se me hace un nombre un poco estúpido y aburrido.

—Esta noche tendremos a dos de sus boxeadores favoritos. En esta esquina, con un peso de 86kg tenemos a ¡La Mano de Piedra!

El chico con bata azul se quita la ropa dejando solo sus shorts de boxeo. El chico alza los puños y da algunas vueltas, claramente con los humos sobre el cielo, los gritos de la gente solo logran subirle más el ego y, una vez más, a mí me sigue pareciendo un nombre estúpido.

—Del otro lado del ring, con un peso de 79kg, 16 peleas invictas, 7 por knockout, tenemos al rey de la selva, al que tiene los puños de acero, algunos lo aman, algunos lo envidian, pero todos apostamos por él, ¡El Diablo!

Vaya, otro nombre tan... ¿Tobías?

Enamorada Del DiabloDonde viven las historias. Descúbrelo ahora