capitulo 4

383 42 4
                                    


Londres, tres semanas más tarde

Manuel se pasó toda la mañana revisando los últimos detalles de la edición de esa semana. The Whiteboard, la revista en la que trabajaba, empezaba a funcionar.

Había nacido como una pequeña publicación semanal independiente que contenía tanto artículos políticos como de economía o sociedad. Pertenecía a un grupo editorial especializado en periódicos y con The Whiteboard querían abrir una nueva línea de negocio. En un principio, no habían escatimado recursos, pero si no tenían beneficios pronto, tampoco dudarían en cerrarla. El director era Santiago Abbot, uno de los mejores periodistas y editores del Reino Unido. Manuel llevaba años «soportándolo»; de hecho, se habían hecho amigos años atrás, cuando Santiago lo rescató y le ofreció trabajo en el periódico que entonces dirigía. Cuando tomó las riendas de la revista, no dudó en confiarle a Manuel el cargo de editor jefe. Al principio, a Manuel le había entusiasmado la idea.

Ahora seguía entusiasmándole, pero a menudo tenía la sensación de que toda su existencia se centraba en esa revista, y si algo le había enseñado su abuela era que la vida era mucho más que trabajo.

Tenía la sensación de que se le olvidaba algo, pero no lograba averiguar qué era; ¿llamar a su abuela? No, había hablado con ella el día anterior, y quedaron en llamarse el sábado. ¿Encontrarse con Jack en el gimnasio? Tampoco. Abrió la agenda del ordenador. ¡¡Mierda!! A las seis de la tarde, la hermana de Antonio llegaba al aeropuerto. ¿Qué hora era? Las cinco y media. Se levantó de un salto, cogió el abrigo y echó a correr. ¡Vaya desastre! Era imposible que llegara a tiempo, el primer día y ya iba a quedar mal con Lucero. ¡Típico de él! Rezó para que el avión llegara con retraso, pero con la suerte que tenía últimamente, seguro que incluso se adelantaría.

Lucero se despidió de sus padres y de su hermano mayor —por enésima vez— delante del control de pasaportes. Por suerte, sus otros hermanos no habían podido ir al aeropuerto, porque si llegan a estar todos allí, tal vez no habría subido al avión. Cuando por fin se sentó en su asiento, 22B, pasillo, sacó la libreta y un bolígrafo de su bolso. Siempre viajaba con una de esas libretas negras. Bueno, la verdad era que siempre llevaba una en el bolso. A pesar de haber estudiado diseño gráfico y de ser una enamorada de las nuevas tecnologías, creía que anotar sus pensamientos, o lo que era lo mismo, sus neuras, en una libreta era mucho más romántico.

En ese momento podría llenar todas las páginas con las preguntas y los miedos que la inundaban. Una parte de ella sabía que aceptar ese trabajo en Londres, aunque fuera sólo por seis meses, era lo mejor que podía hacer; en Barcelona no tenía nada, y era una oportunidad única de mejorar su currículum. Pero había otra parte de ella que tenía miedo de los cambios; tenía miedo de no hacer bien ese trabajo, tenía miedo de haberse equivocado y, sobre todo, tenía miedo de reencontrarse con Manuel. ¿Y si era aún más encantador que de adolescente y ella perdía la cabeza por él de nuevo? Empezó a escribir todo eso, y cuando la voz del piloto anunció que en diez minutos iban a aterrizar, se dio cuenta de que la cosa no era tan grave; no iba a pasar nada.

Seguro que aprendería mucho en el trabajo, haría nuevos amigos y conocería a fondo una ciudad que siempre le había encantado. Si las cosas no iban bien, siempre podía regresar. Total, Londres y Barcelona estaban a dos horas de avión, y había un montón de vuelos cada día. Esos seis meses no tenían por qué cambiar su vida en absoluto Lucero descendió del avión sin prisa, nunca había logrado entender a esa gente que baja corriendo, aun a sabiendas de que todos van a tener que detenerse en el control de pasaportes. Llegó a la cinta y vio que su maleta todavía no estaba entre las afortunadas, pero por suerte no tardó demasiado en aparecer y a eso de las seis y media ya estaba plantada, esperando en mitad del aeropuerto. Su hermano le había dicho que Manuel iría a buscarla. Ella le dijo que no era necesario, que era perfectamente capaz de coger un taxi o un autobús y llegar sola al piso de él, pero Antonio le había recordado que Manuel era su mejor amigo, y que de ningún modo iba a permitir que su hermana tuviera que hacer todo ese periplo sola. Así que Lucero empezó a observar a todos los hombres de unos 28 años que veía por allí. No, o manuel había cambiado mucho desde las Navidades o aún no había llegado. Ella hacía once años que no le veía, pero su hermano había estado con él en Roma unos días antes de las fiestas navideñas. Sólo de pensar en esa fotografía de los dos juntos, Lucero se sonrojó. Debería estar prohibido que el primer chico que te gusta y te ignora se convierta en uno de los hombres más atractivos que conoces. Pero en fin, seguro que sólo era fotogénico.

Manuel llegó a Heathrow exactamente a las siete. Una hora tarde. No sólo había encontrado tráfico, sino que además había tenido que pelearse por una plaza de aparcamiento. Se había puesto tan nervioso, que hasta había empezado a sudar, cosa que en Londres, en esa época del año, era casi imposible. Para ver si lograba calmarse un poco, se quitó la corbata, que sólo llevaba los días que tenía reunión, se desabrochó dos botones de la camisa y corrió hacia la terminal.

Lucero llevaba media hora allí de pie, sin rastro de Manuel, y al final decidió sentarse; le dolía un poco la espalda de arrastrar la maleta. Además, así podría buscar el móvil para llamarlo y decirle que ya había llegado. Tal vez estuviera esperándola en otra terminal. Pero al llegar al banco que había junto a una de las puertas automáticas se quedó paralizada. ¿Aquel chico que se pasaba las manos por el pelo e intentaba recuperar la respiración era Manuel? Imposible. Su teoría de la fotogenia se desmoronó por completo y Lucero tuvo que hacer un esfuerzo por recordarse que tenía 24 años, no trece.

—¿Manuel?

Él se dio la vuelta y a Lucero se le cortó la respiración.

—¿Lucero? ¿Eres tú?

Ella tardó unos segundos en contestar. Su mente no paraba de repetirle: tranquila, imagina que estás hablando con Antonio. Pero le fue imposible. Lucero siempre había pensado que, si volvía a verlo, sentiría como un revoloteo de mariposas en el estómago, pero en eso también se había equivocado. ¿Mariposas? Era como tener una estampida de búfalos en su interior. Se acordaba de que Manuel tenía los ojos claros, pero se había olvidado de lo impactantes que eran. Era un poco más alto que ella, seguro que llegaba a más del metro setenta, como Antonio, y tenía los hombros más anchos que había visto nunca, al menos tan de cerca. Se acordó de que su hermano le había dicho que Manuel practicaba remo y en ese instante dio gracias al inventor de ese extraño deporte; Manuel tenía los brazos y la espalda más sexys del mundo. Lucero decidió que lo mejor sería apartar la mirada de aquellos pectorales, pero eso tampoco ayudó mucho, pues el estómago y las piernas eran igual de impresionantes.

Hizo un esfuerzo por controlar la estampida que corría desbocada por su interior y levantó la vista. Manuel seguía pasándose la mano por el pelo y le consoló ver que éste continuaba igual; cuando, al llevarlo demasiado largo, un mechón rebelde le caía sobre los ojos. Ahora lo llevaba corto, pero ese mechón seguía incordiándole. Sonrió, y cuando él le devolvió la sonrisa se acordó de que tenía que contestarle:

—Sí, soy yo. —Vio que él la miraba de un modo extraño—. ¿Estás bien? Pareces acalorado.

—Sí, claro. —Manuel tomó aliento—. Estoy bien, es sólo que he venido corriendo —respondió, aunque en realidad quería decir «Acabo de descubrir que la hermana de mi mejor amigo es la mujer más sexy que he visto en años»—. Siento haber llegado tarde.

—No te preocupes. — Lucero se encogió de hombros—. Supongo que aquí el tráfico es igual de horrible que en Barcelona.

—Peor. —Manuel sonrió, y se tranquilizó al ver que ella no estaba enfadada—. ¿Esta maleta es todo tu equipaje? —le preguntó señalando su maleta azul.

—Sí. —Al ver que él no decía nada más, ella añadió—: Pesa mucho, pero es muy fácil de arrastrar, ¿ves? —Dio un empujoncito a la maleta. Si no mantenía la mente ocupada, no lograría calmar a los búfalos.

—No te preocupes. Yo la llevo. —Manuel cogió el asa—. Pero antes que nada, bienvenida a la capital del imperio británico. —Y agachándose, le dio un beso en cada mejilla.

Lucero se quedó inmóvil. Aquellos dos besos fueron una tontería, los típicos besos con los que se saluda a alguien en las bodas, o cuando hace tiempo que no se ve a un amigo, o cuando felicitas a una amiga por su cumpleaños. Una tontería. Pero los búfalos volvieron a descarriarse. Olía muy bien —Gracias —respondió ella fingiendo no haberse inmutado—. Y gracias por venir a buscarme. No hacía falta que te molestaras.

—Claro que hacía falta. ¿Acaso quieres que Antonio me mate la próxima vez que nos veamos? —Añadió él con una sonrisa—. Además, no es ninguna molestia. Vamos, seguro que estás cansada.

CAPITULO 4 DE LA OTRA HISTORIA DE LOS SPAWS🥰📈✨

♡︎𝙀𝙡 𝙖𝙢𝙤𝙧 𝙣𝙤 𝙩𝙞𝙚𝙣𝙚 𝙚𝙨𝙘𝙖𝙥𝙚♡︎Donde viven las historias. Descúbrelo ahora