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MARINETTE
Subí la entrada número treinta de la semana al blog y cerré la sesión antes de encontrarme un comentario de mi troll personal. Estaba sentada en la escalera de incendios que había junto a la ventana, dejando que la familiar llovizna de Nueva York cayera sobre mi piel.
Con dos días de descanso por delante, había hecho planes para enfrentarme finalmente al correo, para abrir todos los sobres que guardaba en el apartamento, pero no era capaz. Por un lado, seguía pensando que, si los evitaba, con el tiempo desaparecerían, y, por otro, estaba empezando a volverme paranoica por el hecho de que Adrien no había respondido a mi último correo electrónico, aunque sabía que estaba aquí, en Nueva York.
Revisé dos veces de nuevo los mensajes enviados para asegurarme de que mi «Hola, ¿tienes un minuto?» había salido hacia su cuenta. Rocé la pantalla cuando lo comprobé y luego hice tamborilear los dedos contra el alféizar de la ventana.
No quería pensar en ello, pero la situación seguía, sin duda, un patrón. Cada tercer fin de semana del mes, como me había dicho desde el principio, estaba incomunicado. No había mensajes, correos electrónicos ni llamadas. Pero cuando pasaban esos días, retomaba todo donde lo habíamos dejado, como si no le hubiera enviado ningún mensaje en ese período.
No solo eso, sino que en las pocas ocasiones que pasaba la noche con él, lo pillaba murmurando en sueños. Siempre repetía las mismas frases una y otra vez: «Nos mintió, Adrien, nos mintió a todos», «¿Cómo puedes dormir por las noches?» o «¿Quién eres tú?».
Cada vez que trataba de preguntarle al respecto, me miraba como si no supiera de qué estaba hablando. Luego, como siempre, me distraía con aquella incomparable manera que tenía de follar, lo que impedía que pensara en nada durante horas.
Con un suspiro, pasé la pierna a través de la cornisa y, una vez dentro, cerré la ventana. Me acerqué a la esquina del escritorio y cogí unos cuantos sobres, preparada para obligarme a abrir al menos cinco, pero de repente un sonido familiar flotó en el aire a través de las paredes.
—¡Ohhh, Dios! ¡Ohhhh, Dios! ¡Síiiii! —La voz de Alya resonaba alta y clara—. ¡Síiiii!
Las paredes temblaban con fuerza, pero antes de que pudiera ponerme los auriculares, me vibró el teléfono en el bolsillo. Era un mensaje de texto de Adrien.
Adrien: Ven. (Usa una limusina, la pago yo).
Lancé los sobres al suelo y cogí la cazadora.
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Eres mi Anomalía
Random¿Cuántas veces me vas a hacer arder? Tres, cuatro, cinco, quizá diez... ¿Soy yo quien te hace arder a ti? Sí, esto tiene que terminar. Si eres tú quien se aleja primero, seguiré tu ejemplo. Ya te lo he dicho antes y, sin embargo, nunca me marcho... ...