TERMINAL B29

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Charlotte (CLT) —> San Francisco (SFO) —> París (CDG)

MARINETTE

«No llores... No te atrevas a llorar...».

Estaba dentro de la librería en el Charlotte International, pasando las páginas de otra novela de Grisham, odiando que el vuelo de hoy tuviera un retraso de dos horas. Mientras marcaba la separación entre los capítulos veinticinco y veintiséis con el pulgar, noté que se acercaba alguien por detrás.

—¿Marinette? —La profunda voz de Adrien me excitó al instante, pero no me molesté en darme la vuelta—. Marinette, esta no es la E28.

—Ya lo sé. Es Charlotte Daily News, la librería.

—¿Estabas esperando que me pusiera a buscarte por todo el aeropuerto? —preguntó—. ¿Estabas esperándome para que te comprara el libro?

—No, Adrien. —Sentí una punzada en el pecho—. Creo que sabes de sobra lo que estoy esperando que hagas.

—No voy a follarte aquí.

—¿Qué? —Me di la vuelta a punto de llorar—. ¿Lo estás diciendo en serio?

—Mi vuelo es dentro de dos horas. Me gustaría que folláramos de una vez.

—Eres... —Me resbaló una lágrima por la cara—. Adrien, no eres tú. ¿Qué te ha pasado? Estábamos tan bien y de repente... es como si hubieras apagado el interruptor. No he tenido noticias tuyas esta semana.

—Te he enviado un mensaje hace una hora, Marinette. — Mantuvo un tono bajo—. Sin embargo, una vez más, has elegido, y sin ninguna razón aparente, ignorar nuestra cita.

Una mujer se precipitó entre nosotros de repente y cogió rápidamente un libro de la estantería superior antes de alejarse.

—Te gusto, Adrien —aseguré—. Por mucho que quieras negarlo, te gusto, y con independencia de lo que te haya ocurrido, merezco que me trates mejor.

—¿Esta es la parte en la que me exiges que me disculpe? — Parecía estar tratando de ocultar su ira—. ¿Es eso lo que tengo que hacer para follar contigo hoy?

—No —repuse, dejando el libro en la estantería—. Esta es la parte en la que, por fin, me largo. Por mi bien. —Pasé junto a él deprisa, internándome en la terminal. Mientras me mezclaba con los viajeros, dejé que las lágrimas salieran libremente.

Sentí que me vibraba el móvil en el bolsillo y vi su nombre parpadeando en mi pantalla cuando lo saqué, pero me limité a apagarlo.

Si él podía actuar como si yo no significara nada, yo también podía.

Varios días después, estaba mirando mi reflejo en el espejo del cuarto de baño, en San Francisco, sin poder pintarme las pestañas. Cada vez que me acercaba el rímel a la cara, comenzaba a llorar o tenía un nudo en la garganta.

Gimiendo, cerré el tubo después del quinto intento. Saqué el maquillaje; necesitaba dar un poco de color a mi cara, pero las lágrimas manchaban cada capa.

«Uf...».

Miré el reloj, una pieza barata con «I love New York», ya que me negaba a usar el que me había regalado Adrien, y me di cuenta de que todavía me faltaban tres horas para embarcar en el vuelo a París. Tres horas para conseguir estar presentable.

Cogí una toalla de papel, pero me quedé paralizada cuando vi que la señorita Tsurugi entraba en el baño.

Sin decir nada, examinó los cubículos, abriendo cada puerta para comprobar si estaban vacíos. Luego, se puso a mi lado, frente al espejo, sacó un paquete de pañuelos de papel del bolso y me lo ofreció.

—Gracias —articulé, y me sequé los ojos.

—En una ocasión, me enamoré de un piloto —comentó ella, sacando un maquillaje compacto—. Cuando tenía más o menos su edad.

No dije nada.

—Entonces, las cosas eran un poco diferentes... No eran tan ilegales como ahora, pero sí estaban mal vistas. —Guardó el maquillaje y sacó un cepillo. Se volvió hacia mí para arreglarme el moño—. Mi piloto y yo compartíamos ruta el cincuenta por ciento de las veces. Nos habíamos esforzado para que lo programaran de esa manera. Él insistía en estar cada tres semanas en Detroit, pero, como lo odiaba, no me hizo coincidir en ese destino demasiadas veces.

Vio que se me caían las lágrimas y se detuvo para secarme los ojos durante unos segundos antes de volver a colocarme el pelo.

—De todas formas —continuó—, no podía decir que no estaba enamorada de ese hombre. Éramos estúpidos y atrevidos, sin duda idiotas, igual que usted y el capitán Graham. —Sus ojos se encontraron con los míos en el espejo, pero no estaban llenos de prejuicios como de costumbre—. Les dije a todos mis amigos que iba a casarme con él, que estábamos muy enamorados.

Hice una mueca cuando me puso una horquilla con demasiada fuerza y me pinchó el cuero cabelludo.

—¿Y qué pasó?

—Nada. —Dio un paso atrás y se puso el bolso al hombro—. Solo que su prometida, que vivía en Detroit, se sentía igual que yo.

No sabía ni qué decir.

—Me llevó un tiempo darme cuenta de que el sexo salvaje, la falta de comunicación y estar llorando cada pocas semanas por viajes secretos tenían un claro resultado. —Se encogió de hombros—. Espero que a usted no le cueste tanto.

No dije una palabra. Solo la miré mientras iba hacia la puerta.

—Ah... Y otra cosa, señorita Dupain-Cheng—dijo antes de salir.

—¿Qué?

—Aunque su vida amorosa sea un completo desastre... — me miró de arriba abajo—, cuando se reúna conmigo dentro de tres horas, quiero que esté bien maquillada. Y cuando digo «bien», me refiero a que su imagen sea perfecta. —Se pasó el pelo por encima del hombro y se alejó.

Eres mi AnomalíaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora