Nueva York (JFK)
ADRIEN
—Última llamada para el vuelo 1487 a San Francisco.
—La pasajera Alice Tribue, diríjase a la puerta A13 con el pasaporte en cuanto sea posible.
—Próxima salida del vuelo 1781 de American Airlines a Toronto por la puerta 7.
Los familiares sonidos del aeropuerto JFK International me dieron la bienvenida a casa en cuanto me bajé del avión una semana después. A pesar de haber pilotado dos vuelos de dieciséis horas y no haber dormido bien desde la entrevista en Dallas, no sentía el más mínimo indicio de agotamiento.
Cuando atravesé la terminal arrastrando el equipaje, la canción más conocida de la historia de la aviación salía por los altavoces. Una versión instrumental del Come fly with me de Frank Sinatra acompañaba los pasos de los pasajeros mientras corrían hacia las puertas.
Me crucé con pilotos de otras compañías aéreas que se acercaban por el otro lado del pasillo con los uniformes impolutos, y nos saludamos con ligeros movimientos de cabeza. Una de las asistentes de vuelo se sonrojó y me sonrió, haciéndome un leve gesto y un guiño que no obtuvieron respuesta por mi parte.
En lo único que podía pensar ahora era que este día marcaba oficialmente el punto más bajo de mi carrera. Un nuevo comienzo en la misma mierda de la que creía haber escapado ya.
Cuando empecé a pilotar aeroplanos a los dieciséis años, cualquier cosa con respecto a la aviación era un arte. Todas las facetas, desde la ingeniería del avión al propio vuelo, producían emoción, una intriga que creaba un equilibrio perfecto entre artesanía y encanto.
Entonces, el nuevo diseño de los aviones reclamaba más atención y había más rutas; éramos pioneros de lo impensable. Cada movimiento realizado por una aerolínea recibía una debida atención en prensa. Los pasajeros se detenían a admirar los nuevos Boeing y Airbus —no como ahora, que parecía como si les importaran un carajo— y los asistentes de vuelo eran algo más que camareros que servían pretzels a treinta mil pies. Incluso los pilotos encontraban cierta emoción en volar sin esfuerzo de ciudad en ciudad, aunque luego aterrizaran en un hotel y follaran a una mujer diferente cada noche.
En algún momento, por obra y gracia de la nueva normativa, la codicia e incluso la avanzada tecnología, todo había cambiado. Ahora un piloto no era más que el conductor de un autobús aéreo que transportaba ingratos pasajeros a través del cielo. Y nadie se acordaba ya del perfecto equilibrio entre artesanía y encanto; eso era algo que ya no se veía.
—Perdone, ¿capitán? —Un hombre con una camiseta de «I love NY» se puso de repente delante de mí. Levantó el móvil y lo movió ante mi cara—. ¿Le importaría hacernos una foto? Hemos tratado de hacer un selfie, pero siempre corto alguna cabeza. —Se rio, señalando a su familia: dos adolescentes y una mujer con un vestido amarillo. Se reían y posaban delante de un letrero azul que ponía «Bienvenidos a Nueva York».
No cogí el teléfono. Me quedé mirando a la familia; sus risas me resultaban cada vez más insoportables. Uno de sus hijos me saludó, sosteniendo un avión de juguete en la otra mano mientras sonreía, esperando a que le devolviera la sonrisa.
—¿Capitán? —El marido me miró—. ¿Puede hacernos una foto?
—No. —Di un paso atrás—. No puedo. —Vi a una asistente de vuelo andando hacia nosotros y la señalé con la cabeza—. Pero estoy seguro de que a ella le encantaría ayudarlos.
No le di la oportunidad de responder. Me alejé en dirección al aparcamiento.
Necesitaba llegar a casa ya.
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Eres mi Anomalía
Casuale¿Cuántas veces me vas a hacer arder? Tres, cuatro, cinco, quizá diez... ¿Soy yo quien te hace arder a ti? Sí, esto tiene que terminar. Si eres tú quien se aleja primero, seguiré tu ejemplo. Ya te lo he dicho antes y, sin embargo, nunca me marcho... ...