Capítulo 20.5: Kiria la protectora

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Después de lavar la ropa, regresé por mis cosas a la casa de Zach. Dexter se ofreció a llevarme hasta la puerta de mi departamento y la parte más difícil fue despedirme de él con un simple movimiento de manos.

Con el paso de las horas, empecé a sentirme mejor con respecto a la resaca, aunque los cólicos menstruales me mantenían unida a la cama. Dormir dos horas me ayudó a combatir el malestar.

Al despertar, me dirigí a la cocina por ibuprofeno. Charlie y yo teníamos un cajón repleto de medicamentos básicos para emergencias, rebusqué en éste, pero no había señal de mis pastillas.

—Aquí están— murmuré tomando la caja, sin embargo, cuando saqué el blíster me percaté de que no quedaba ni una sola tableta— Mierda.

Agarré mi billetera y salí rumbo a la farmacia que se encontraba a una esquina de mi edificio. Eran las seis o siete de la tarde aproximadamente, el sol comenzaba a ponerse en la ciudad por lo que apresuré mis pesados pasos para llegar pronto.

—¿Necesita algo más? —preguntó el chico de la caja después de cobrarme el ibuprofeno y dos botellas de suero de manzana.

—No, está bien— respondí cansada mientras le pagaba.

Metí una tableta a mi boca y la tragué con ayuda de la bebida hidratante.

Cuando salí, escuché el aullido adolorido de un perro que provenía de los arbustos. Me asomé para encontrarme al perrito de la noche pasada, atado del cuello firmemente a una rama gruesa, era tan pequeño que al forcejear solo conseguía asfixiarse.

Dejé la bolsa de lado y me incliné para ayudarlo, mi jaqueca era menor así que pude concentrarme en deshacer el estrecho nudo que estaba pegado a su cuello. Mis manos temblaban un poco más cada vez que el animal lloraba porque le lastimaba.

—Perdón— murmuré sin poder romper la soga.

Entré nuevamente a la tienda por unas tijeras para uñas, ya que eran el único objeto punzocortante que podría servirme para ese momento y un sobre de alimento para cachorro puesto que parecía que el perrito no había comido nada en todo el día.

Me apresuré para cortar la soga y una vez que lo hice, el perrito dejó de llorar. Estuve unos minutos acariciando su cabecita para calmar su agitado cuerpo. Cuando se tranquilizó lo suficiente, vertí el sobre de alimento en el piso y me marché con el corazón encogido.

Oí los pequeños pasos del animal estrellándose contra la acera mientras me seguía hasta mi hogar, eso me causó mucha pena.

De verdad quería llevarlo conmigo, pero la señora Carrillo, mi casera, odiaba a los animales y tenía estrictamente prohibido mantenerlos dentro de sus instalaciones. Ella siempre se encontraba vigilando todo desde el primer piso, cada movimiento que hacían sus inquilinos más nunca decía nada para evitarse los problemas, al menos de que se tratara de una mascota, ahí sí echaba a cualquiera.

Una vez el hijo de los Smith, del segundo piso, llegó con el hámster de su clase de primaria para cuidarlo durante el fin de semana y la señora Carrillo armó todo un escándalo a sus padres. Al final, el pequeño tuvo que pasarle la responsabilidad a otro compañerito y estuvo realmente triste por el resto de la semana.

No podía arriesgarme.

¿Pero cuál era el encanto de la vida si no se tomaban riesgos de vez en cuando?

Busqué a un veterinario en la zona, había una clínica a unos dos kilómetros de distancia por lo que pedí un Uber, que aceptó el viaje con el perrito, siempre y cuando este permaneciera en mi regazo todo el tiempo.

Miss SimpatíaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora