9. Las consecuencias caían como estrellas fugaces

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—Esto es una vil estupidez, no puede casarse en dos semanas, ¿en serio su consejero real es tan idiota como para permitir que se case con un tipo que ni siquiera tiene un título?

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—Esto es una vil estupidez, no puede casarse en dos semanas, ¿en serio su consejero real es tan idiota como para permitir que se case con un tipo que ni siquiera tiene un título?

—Le voy a pedir que cuide lo que dice, que respete a mi personal y a mi prometido. Que no se le olvide que es a la princesa a quien le está hablando, Charlat.

Escuchar conversaciones ajenas a escondidas no era ético ¿bien? Lo sabía, pero a mi defensa yo solo quería mostrarle a Victoria las fotografías que nos habían tomado una noche antes y lo que los periódicos tenían que decir sobre nuestro compromiso. Fue entonces cuando escuché al padre de Lavi gritar de esa manera. Habría intervenido pero que saliera de la nada del armario sería muy extraño, además ella tenía todo bajo control.

—Es por esto que las mujeres no deben gobernar, conoce al primer idiota que le habla bonito y ya quiere convertirlo en rey. Debió seguir el consejo de la corte de casarse con el duque Lavi.

—Charlat, su hijo podrá ser un duque pero es un inepto al igual que usted y jamás podría casarme con él o con nadie que lleve su sangre porque toda su familia me asquea. Y no crea que me he olvidado de lo que hicieron.

—Princesita, algún día tendrá que aceptar que lo que sucedió fue un accidente— el tono de su voz se elevó.

—Yo sé muy bien que en una lucha de poder los accidentes no existen. Así que por favor váyase de mi habitación o llamaré a los guardias.

En el lugar reinó el silencio unos segundos y poco después se escuchó un portazo, al asegurarme que estaba sola y a salvo, volví por el pasillo a mi habitación y esperé unos segundos antes de volver.

Toqué la puerta del armario y la encontré sentada en su cama, con el rostro entre las manos. Se me encogió el corazón al darme cuenta de que estaba llorando.

—¿Joseph? ¿Qué haces aquí?— Su voz ronca por el llanto me sorprendió, e incluso así era suave.

—Venía a... quería... vine a mostrarte lo que dijo la prensa sobre nosotros, son cosas buenas, ¿estás bien?

—Sí, perdona— se limpió las lágrimas—, es que he tenido un inconveniente, pero no es nada. Déjame ver esos artículos.

A un paso lento me coloqué a su lado en la cama, con las revistas en mano las cuales extendí sobre nuestras piernas.

En la portada aparecía una fotografía nuestra. Victoria y yo estábamos inmortalizados en ella, aunque no podía recordar el momento exacto en el se había capturado, pero mi prometida se ponía de puntas acercándose a mi oído cubriendo parte de su rostro con su mano, mientras que yo sonreía abismalmente. Lucíamos auténticos y felices.

Cuando la corona se rompeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora