4 // El monstruo llamada depresión post parto

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Y ahí estaba, inmóvil y deshecha, mientras el llanto del bebé consumía toda la habitación. Mis manos estaban sudando y mi expresión tan abatida llena de miedo, angustia, dolor... ¿Qué más podía hacer?

Pensamientos maliciosos revoloteaban alrededor de mi cabeza, como susurros.

El sonido de la puerta anunciaba la llegada de mis padres y oía como sus pasos se aproximaban. Kelly se encontraba acostada sobre la cuna, sollozando con fuerza mientras mi madre se asomaba por la puerta de la habitación.

− ¿Qué ocurre? ¿Kelly no quiere comer? – pregunta mi madre con los ojos llenos de lágrimas.

Al verme con mis manos temblorosas, me sentó en la silla mecedora y ayudó a quitarme los zapatos.

− Hija, ¿te acuerdas de Lourdes la vecina que vivía a dos casas de aquí? Nos ha dicho que necesitas ir al médico.

− ¡Oh, Gloria! ¿Qué tan grave está? – preguntó mi papa a lo lejos, estaba escuchando la conversación.

Mi mamá puso los ojos en blanco y negó con la cabeza, expresando su descontento por el comentario que papa había hecho. Yo simplemente la miraba y pensaba: ¿Cómo es que lo había logrado? Ella también se embarazo joven, pero no recuerdo que me haya dicho cual difícil o deprimente era tener un bebe recién nacido en casa. Entonces mi pecho comenzó a agitarse... abrí la boca para inhalar aire, pero no entraba nada, tragué saliva, me tocaba la garganta con mis manos ásperas y frías. Podía sentir como se me terminaba el oxígeno.

−Estoy aquí, Elena; abrázate a mí, querida. — dijo mi mamá cargando a la bebé y aproximándose a mí.

No podía hablar, pero me abrace a ella y me pareció que aquel afectuoso y cálido abrazo de mi madre me consolaba el doliente corazón y me acercaba a un lugar más tranquilo y lleno de paz, a los de Dios, que eran los únicos que podían sostenerme entre tanta pena. Parecía que mi madre quería decir algo para consolarme, pero al no dar con las palabras decidió guardar silencio, y llorar conmigo. Y la verdad fue lo mejor, mucho más reconfortante que un sermón de "échale ganas", "tú puedes", esas palabras, aunque positivas, me enfurecían. Y en aquel silencio conocí el dulce consuelo que el cariño puede dar en estos momentos oscuros.

Después de unos minutos, un poco más aliviada, levanté la vista agradecida.

— Gracias mamá, no sé qué haría sin ti — revelé.

— Es muy repetitivo, pero tienes que aferrarte a la vida y a que tu motivación de salir de esta depresión sea tu hija. Ella resiente todo lo que tú sientes, ten cuidado con eso. Y para eso estoy mi niña, para ti siempre.

Suspiré. De pronto yacía el silencio en medio de nosotras; Kelly se había quedado completamente dormida.

— He hecho una cita con la psicóloga que recomendó la amiga de tu abuela— comentó mi mama con una sonrisa de esperanza—. Sé que eso te ayudará mucho, vas a notar una diferencia.

— No estoy muy segura mamá. Pero lo intentaré, aunque no prometo nada.

Y así fue, al cabo de una semana fui a la cita con la psicóloga dos veces por semana. Al principio no fue fácil, no podía simplemente comunicar mi desagrado e inquietud ante la maternidad. Me sentía avergonzada y mala madre por decir que no tenía ganas de cuidar de mi hija. En el transcurso del día todo marchaba bien: cuidaba y alimentaba de mi hija, ayudaba a mamá con los quehaceres de la casa y a veces, preparaba la comida y la cena antes de que llegaran de trabajar. Los fines de semana íbamos al parque cercano a casa con mi mamá, y comíamos helado y platicábamos de todo un poco.

Sin embargo, en la oscuridad de la noche, cuando los relojes dieron la medianoche y en todas las habitaciones reinaba el silencio, una figura negra se desplazaba por mi recamara sin hacer ruido de cama en cama, siseaba por aquí y por allá. Yo temblaba, mis manos sudaban y lloraba en silencio. No sé porque, pero yo lo podía sentir y ver. Era algo real. Y otra vez, me sumergía en un profundo dolor y angustia. Le mandaba mensajes a mi psicóloga, algo que me había permitido si me ponía mal de nuevo, pero no contesto ninguno de los mensajes. Genial. Esperé unos minutos a que la crisis aminorará; baje a la cocina a tomar un vaso con agua y mientras recordaba cuando salía de fiesta con mis amigas, se me vino una idea a la mente. Algo que hace tiempo no había intentado.

Subí a mi habitación a toda prisa, pero con pasos sosegados. Tomé el móvil que estaba sobre el tocador, me recosté en la cama y entre a Facebook. Busqué el nombre de "Aurora", y de ahí me fui a sus amigos. Sabía que podía encontrarlo, saber algo de él; quería saber que había pasado con su vida. Entonces después de unos minutos lo encontré. Jonathan tenía en su foto de perfil una imagen de él con sus amigos en la playa, parecía verse feliz y aliviado. Apreté los dientes y fruncí mi ceño cuando observaba detenidamente su perfil. Fotos en los antros, la playa, en su escuela, su trabajo. Pronto descubrí que se dedicaba a vender ropa en una tienda departamental de la plaza cerca de nuestra colonia. No podía creerlo, él estaba como si nada. Trague saliva y mis ojos comenzaron a llenarse de agua. No pude contenerme porque el coraje que tenía guardada todo el día, que, en ese momento, colapso. Me recosté sobre la alfombra de mi cuarto, viendo las fotos entre lágrimas. Mi abuela me había dicho de Jonathan: "Déjalo, él se lo pierde". Si claro, el pierde.

Él se lo pierde, me dicen mientras derramó cada lágrima por él, por la ausencia, mientras enloquezco e intento rearmarme, sin lograr nada. Mientras mis manos no alcanzan para sostener tanta soledad en medio de esta oscuridad. Mientras intento desaparecer. "Él se lo pierde", sin embargo, esto es una mentira. Él no se pierde nada. Él viaja, ama, construye una nueva vida, disfruta, es feliz. Es feliz a costa de mis noches de insomnio, de terror, de ansiedad. A costa de que mi hija se muera de hambre, a que nos falte todo, a costa de nuestra felicidad y nuestra salud. Él no se lo perdió. Nosotras nos lo hemos perdido. El, un padre que abandona, no se pierde nada. El elige libremente. Y en sus elecciones no está presente su hija.

— ¡Eres un imbécil Jonathan! — grite aventando a lo lejos el móvil, sin importar si alguien me llegara a escuchar.

Junte mis rodillas a mi mentón, en posición fetalsobre la alfombra, y lloré amargamente

Una mamá imperfecta amada por un Dios perfectoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora