38. Le dije adiós a las citas amorosas

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Empecé a ir a los partidos de baloncesto de la colonia el otro día y no sé por qué. Todo comenzó en la universidad, Carlos y yo íbamos a veces a los partidos, donde Amaury – el único chico de nuestra carrera-; participaba ahí. Era muy atlético, y hasta cierto punto, lo encontraba atractivo. Pero ¿qué cosas?, no podía sentir ningún interés por el simple hecho de que tuviera unos brazos y abdomen bien marcados y definidos. Sin embargo, me gustaba verlo jugar.

Era solo un lugar a dónde quería ir los viernes cuando Kelly se desesperaba de estar encerrada. A veces, en las canchas de la colonia, nos encontrábamos a Leah allí, y ahí citaba a Juan para ver el partido. Llevábamos a Kelly a los juegos y al arenero, después íbamos a por un helado. Me ponía los nervios de punta que Amaury posaba sus ojos de vez en cuando hacia nosotros, y fruncía el ceño si me veía con Juan.

 Me ponía los nervios de punta que Amaury posaba sus ojos de vez en cuando hacia nosotros, y fruncía el ceño si me veía con Juan

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Pero una vez fui sola con Kelly. Leah había comenzado un estudio bíblico con los niños de la escuela y Juan tenía ensayo con el grupo de alabanza. Mientras Kelly se comía contenta su helado de vainilla, estuve mirando un poco a la gente, y a veces el partido.

— ¡Vamos Amaury! — gritó un chico a mi lado.

Él volteaba con una sonrisa extendida en todo su rostro. Yo trague saliva cuando sus ojos se posaron en los míos.

— ¿Es tu hija? — preguntó el chico que estaba eufórico echando porras.

— ¿Perdón? — me sacó de mi ensimismamiento.

— Que si es tu hija. La pequeña que viene contigo — comentó sonriendo.

La pequeña rubia nos miró con cara de que ya se estaba aburriendo, faltaba poco para que se terminara su helado y tenía toda la cara batida de vainilla.

— Sí.

— Que linda esta.

Forcé una sonrisa y me rasque la nuca.

— ¿Elena verdad? — soltó.

— ¿Cómo sabes mi nombre?

— Te he visto.

— ¿Dónde?

— Eras amiga de Mauricio y todos sus secuaces.

— No — mentí por vergüenza.

Sin embargo recordé las palabras de Juan. No tenía de que avergonzarme. Y mi cambio sería un testimonio de lo que Dios hacía con las personas rotas.

— Bueno sí. Pero amigos no éramos.

— ¿Ya tiene rato que no los ves?

— No y no me interesa. ¿Y tú eres?

— Diego — dijo viendo hacia la cancha.

— No te recuerdo mucho — confesé confundida tratando de recordar su rostro.

Una mamá imperfecta amada por un Dios perfectoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora