50 // Un aguijón en mi corazón

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No tarde mucho en congeniar con Jimena. Era mamá, su hija era un amor y se volvió una buena amiguita de Kelly. Las dos estaban llenas de energía, así que decidíamos ir juntas al parque dos veces por semana.

— Kelly, ¿me cantas la canción del guerrero David? — preguntaba Jimena al verla.

— Sí. Mira y escucha.

Y ella y la pequeña hija de Jimena entonaban esa canción. Reíamos y nos derretíamos de amor una por la otra. Era las únicas ocasiones en que mi amiga se relajaba y sonreía.

Cuando charlaba con Jimena, le sacaba a tema como se encontraba en su matrimonio. Tenía la costumbre de quejarse primero y luego decir cómo se sentía. La abrazaba y literal, lloraba en mi hombro. Y como si cayera de repente en la cuenta, entrecerraba los ojos y decía "Ya te debo estar hartando con mis problemas. Mejor háblame de ti", y me tocaba las muñecas con delicadeza y amor. Sus gestos me enternecían y acogían. Jamás había tenido una amiga así de cariñosa. Al verla a los ojos, comprendí la similitud que habría hallado en ella cuando la veía desmoronarse en silencio por los cimientos de su matrimonio.

Yo no me había casado con Jonathan, pero era el padre de mi hija. Cuando decidí alejarme, no decirle sobre el embarazo, para mí fue como un divorcio. El duelo de un profundo amor. Por eso la entendía. Por eso podía decir que estaba en sus zapatos.

Empezamos a sentarnos juntas en las reuniones de la iglesia cada domingo, y a mezclarnos entre las mujeres del grupo de estudio bíblico. Ella no se apartaba de mí ni yo de ella. Pero había algo que comenzaba a inquietarme. Su mirada se apagaba día con día. Ya no hablaba tanto de su hija y los planes que tenía. Llegaba con los ojos hinchados y su esposo dejo de congregarse. Era un rompecabezas que quería resolver, porque yo estuve ahí. La alentaba a leer su biblia y le recomendaba ciertas predicaciones. Pero parecía que ella estaba perdiendo la esperanza.

— No entiendo...

Salí de golpe de mis pensamientos y la vi otra vez tal y como era. Cabizbaja, desanimada, sin aliento de vida. Con las demás aparentaba tranquilidad y alegría; conmigo una profunda tristeza.

— ¿Qué no entiendes? — le pregunté sosteniendo su mano.

Kelly y Samara (la hija de Jimena), se encontraban jugando en el arenero del parque.

— ¿Cómo puedo encontrar el amor de Dios más profundo?

Soltó un suspiro y miro a la concurrencia.

— Amiga, tienes que dejar que Él te ame.

— ¿Cómo?

— Necesitas experimentar su amor en cualquiera de las formas en que él nos lo expresa.

La miré a la cara para sondear su expresión y sentir a lo que le había dicho. Buscaba un indicio de algo que la estuviera consumiendo, y aunque sabía que, necesitaba que ella lo dijera y lo soltara. Era su amiga y estaba para escucharla. Pero Jimena se dejó mecer entre sonrisas, negó con la cabeza y se levantó camino hacia Samara.

— ¿Nos vamos?

Suspiré y la seguí.

(...)

En la noche desperté. Eran inicios de la primavera, pero el frío aún entraba por las ventanas. Pensé en lo último que le dije a Jimena. ¿Se estaba conteniendo de dejar entrar el amor de Dios? Ella llevaba más tiempo de conocer a Dios, ¿por qué ahora no le era palpable el amor de Dios en su vida? ¿Qué estaba pensando realmente?

Pronto me invadió el terror. Un silencio sepulcral me invadió y me sentí mareada. Temía por la vida de Jimena; no estaba bien emocional ni mentalmente.

Una mamá imperfecta amada por un Dios perfectoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora