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EPISODIO 29: naranjas y kiwis

HERA

—Gato.

Su respuesta me saca una carcajada que no me molesto en reprimir. A veces podía ser tan predecible.

—No encuentro la gracia —se enfurruña molesto. Su cabeza apoyada contra el cabecero de mi cama. Su cuerpo larguirucho hace que sus pies lleguen hasta el final del colchón, más cuento con espacio de sobra para estar sentada como un indio junta él, pero de frente.

—Qué tu animal favorito sea un gato tiene tanta lógica que es absurdo —le explico, todavía soltando pequeñas risas—. Los gatos son tan independiente, y no saben fingir.

—¿Fingir? —su molesta inicial se ve sustituida por la curiosidad.

—Sí, fingir. Si a un gato no le caes bien, no se va a molestar en ocultar. Tú eres cariñoso como un gato: solo con quien te nace, porque no sabes fingir —estiro mi brazo para alcanzar unas pocas palomitas del bol que sostiene sobre su estómago. Se había apoderado de él y no lo ha soltado desde entonces.

—Tú eres como uno de esos perros pequeños que las mujeres llevan en bolsos —sopesa, todavía masticando un puñado de palomitas saladas.

No puedo evitar sentirme ofendida ante su comparación. De verdad que respeto a las personas que tienen esos perros patadas, digo...chihuahuas entre otros, pero que te comparen con uno, a mí, desde luego, no me agrada.

—Yo no voy por ahí ladrando y grueños a perros que me triplican el tamaño —protesto, mientras agito mis manos para que se me seque más rápido el pintauñas—. Dame una.

Alexander frunce el ceño, sin comprender de lo que hablo. Poniendo mis ojos en blanco, señaló con mi dedo el cuenco sobre su estómago.

—Me acabo de pintar la última uña, aún no están secas y quiero palomitas.

—Pues esperas a que sequen —refuta, agarrando un gran puñado y llevándoselo a la boca. A este ritmo, cuando se me sequen ya no quedará nada.

—Oh venga ya, Alexander —me quejo—. No te morderé el dedo.

—No voy a darte una palomita en la boca, Hera —pone una mueca de disgusto y asco.

—¿Me comes la boca pero luego te da asco darme una palomita? —arque mi ceja, mirándolo con superioridad—. No hay quien te entienda, Alexander.

Al final, el azabache acaba soltando un suspiro en señal de derrota, por lo que en cuento coge la próxima palomita con sus dedos ya abro mi boca. Farfullando por lo bajo cosas que no logro escuchar, extiende su brazo y yo le ayudo inclinandome hacia delante. Con mi mirada fija en la suya, cierro mi boca alrededor de la palomita que sigue estando sujeta por su dedo índice y pulgar. Con mi lengua, rodeo la palomita acariciando las yemas de sus dedos mientras la retiro, y mis labios acaricia la punta de sus dedos como si los estuviera chupando a medida que me enderezo de nuevo y estos salen de mi boca. Masticado la palomita, miró su nuez de adán moverse cuanto traga saliva, y como las alatesa de su nariz se mueven cuando expulsa todo el aire de golpe.

Su mano queda suspendida en el aire, hasta que parece salir de su trance y pestañeando un par de veces, mueve la mano hasta el bol, el cuál sujeta por el borde y lo desliza hasta que queda sobre su entrepierna cubierta por la tela gris del pantalón de chándal.

AlecDonde viven las historias. Descúbrelo ahora