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Episodio 50: al desnudo

HERA

Nunca fui buena con las palabras. Al menos no con las verbales. Callo mucho más de lo que hablo, al contrario de lo que mucha gente puede llegar a pensar. Cuando escribo, mi cabeza tiende a ir mucho más rápido de lo que mi mano alcanza a escribir, y las palabras que componen mis oraciones no son más que garabatos grabados a tinta en el papel.

Siempre asocie el concepto de tener un diario como algo infantil. Y no porque la gente adulta no emplease diarios para relatar sus días o esclarecer sus mentes cuando a veces, todo se hace demasiado. Creo que es una cuestión de atribución social con la que he nacido como muchos otros. Pero si, he de reconocer que cargo conmigo un diario, y si bien no hago uso de el de manera constante, nunca me ha fallado.

Al menos... hasta la fecha. Veo la página en blanco, a excepción de la fecha de hoy encabezando este nuevo apartado. Llevo aproximadamente unos quince minutos hundida en uno de los sillones orejeros de la inmensa y polvorienta biblioteca. Estoy sentada de lado, con mis rodillas sobre el reposabrazos derecho haciendo que mis pies descalzos se balanceen al compás del segundero que marca un reloj antiguo e igual de polvoriento que el resto de la estancia.

Ya he roto la tapa del bolígrafo, y si no fuera por mis uñas recién limadas y pintadas, estas habrían pasado a una mejor vida. Tengo estos sentimientos arremolinados en mi pecho, que no sé cómo plasmar en tinta y papel.

El quejido de las bisagras y el llanto de la vieja madera que conforman las grandes puertas anuncia que ya no me encuentro sola. Permanezco en silencio, esperando pasar lo más desapercibida posible. Nunca antes había apreciado tanto la soledad e intimidad como desde que comparto vivienda con cientos de shadowhunters.

—¿Qué haces aquí? ¿A caso no escuchaste tu móvil? —el rubiales entra medio protestando. Tiene unas ojeras que hacen un gran contraste con el color de su iris—. Alec está preguntando por ti. Se supone que deberías estar en la habitación reposando.

Pongo mis ojos en blanco, y dejo mi cabeza caer hacia atrás. El bolígrafo restante que sujetaba mi pelo de manera pobre cae al suelo, creando un estruendo considerable entre tanto silencio. Las puntas de mi melena rozan el suelo con sutileza, mientras mis ojos aprecian el alto techo, lleno de ostentosas y góticas lámparas con pedrería.

—Toma asiento —hablo acompañado de un suspiro de rendición—. No traes buena cara, así que escúpelo, Herondale; ¿qué está mal?

Jace no titubea. Su cuerpo cae casi a peso muerto sobre el otro sillón orejero con un resoplido. Echa la cabeza hacia atrás, despejando su frente de los mechones de oro que caen hacia atrás con la inercia.

—Solo estoy cansado, como todos.

—Bienvenido al club —alzo la taza y le doy un sorbo a la leche casi fría.

—¿Estás huyendo de tu marido? —enarca una de sus cejas, adoptando ese gentío un tanto altivo que me saca de mis casillas.

—¿Tan evidente es? —el puchero no pasa desapercibido para el.

—No te juzgo. A veces Alec puede resultar abrumador —reconoce en voz alta, perdido en sus recuerdos—. Pero no lo hace por mal. Ser director supone una gran responsabilidad, y esta puede llegar a acabar contigo.

—No me gustaría estar en su situación —estiro el brazo lo suficiente como para dejar mi diario sobre la mesa auxiliar—. A medida que pasa el tiempo, más me voy dando cuenta de que no estoy hecha para ser directora.

—¿No estás hecha, o no quieres? —Jace me arrebata la taza, y se acaba el contenido de un sorbo. Se limpia con el dorso de la mano los restos de leche que surcaban las comisuras de su boca, y prosigue—. Por que son cosas muy distintas.

AlecDonde viven las historias. Descúbrelo ahora